Cultura y vida civil en Albacete. Por Antonio García Berrio, publicado en el Boletín de información «Cultural de Albacete», septiembre 1984, (Número 8)
Feria de Albacete, construida en 1783. Fachada restaurada en 1974.
Albacete, ¿milagro cultural en la edad de la imaginación?
Quienes habitan permanentemente la ciudad, y ya también observaciones ocasionales e incluso exploraciones sistemáticas e intencionadas de encuestas y medios de información nacionales, coinciden todos en constatar durante los últimos meses la súbita y sorprendente irrupción de un fenómeno nuevo, inesperado y hasta casi inconcebible: la vida cultura de Albacete parece haber experimentado, según todos los indicios, uno de los cambios cuantitativos y cualitativos más sorprendentes que puedan ser observados en el panorama social del país en los últimos decenios. En muy poco tiempo, un plan sistemático y racional de transformación cultural ha convertido una de las ciudades españolas culturalmente más deprimidas, entre las de su volumen demográfico y entidad cultural, en un verdadero polo de expansión intelectual. Estaríamos, pues, en presencia de un verdadero «milagro», sin apelar a más resultados que a los de los programas y estadísticas. Con todo, no es el objeto de este ensayo corroborar ditirámbicamente un hecho, ni tampoco tratar de extraer sus consecuencias políticas o sociológicas puras. Pretendo que valga el aso singularísimo de Albacete y su sorprendente transformación para reflexionar en abstracto sobre el papel de la cultura en la vida civil; y en segundo lugar, con intención más pragmática e inmediata, para medir las tendencias actuales del fenómeno, prevenir su posible desarrollo inmediato, y atajar –o señalar al menos– los riesgos indeseables que pueden amenazar al proceso, desde mi propia opinión.
La primera de las intenciones antes expresadas, conduce directa y obligadamente a preguntarse sobre el real calado de la avalancha de actos e iniciativas culturales propuestas a la vida de los albacetenses. Porque es razonable en tales términos sospechar, cuestionarse, sobre la artificiosidad del «montaje», en relación de su alcance eficaz cuantitativo. Y volvernos así al eterno debate de la cultura para pocos y a pesar de ello rentable, o la cultura de masas y precisamente por ello falseada. Creo, sinceramente, que un planteamiento de la cuestión sobre tan habituales supuestos se ve desbordado en las condiciones actuales de nuestra sociedad, y eso vale para cualquiera que sea el ámbito –local, nacional o internacional– en que la reflexión pretenda alojarse. Hace ya años que en los países de nuestra área cultural se superó el esquema de masas totalmente iletradas y élites culturales relativamente indisociables de los grupos privilegiados socio-económicos. Cualesquiera que sean los distintos parciales que se quieran oponer a un hecho tan universal como incontrovertible –y que yo mismo no dejo de verlos– es una experiencia palpable y vivida; la reducción casi total del analfabetismo, el acceso a la educación media y aun superior de masas impensables hace sólo treinta años en España. Vengamos al caso de Albacete y de nuestra propia experiencia personal: para los hombres nacidos, como yo mismo, a comienzos del decenio de los cuarenta, el número de estudiantes de bachillerato en la ciudad –máximo nivel docente que entonces existía aquí– apenas superaría promociones iniciales de los ciento cincuenta a doscientos muchachos, y desde luego era infinitamente más reducido el de los cursos que, finalizado ese nivel global, pasaban a continuar estudios superiores. ¿Vale la pena acudir a la estadística para convencer a nadie de la palmaria evidencia de una modificación total de la situación? ¿Hay que comparara el número de cursos, conciertos, conferencias o exposiciones actuales, con las de entonces?…
En todo caso cabrían aquí otros cuestionamientos cualitativos: sobre la peculiaridad del sesgo de esa cultura masificada, o la condición deseable o indeseable, posible o imposible, propulsora o retraída, de las minorías ante el fenómeno de la ampliación cultural modificada. Creo que pocas dudas caben sobre que, cualquiera que sea el grado de deterioro de cualquier solitaria torre de marfil –es decir, le duela al solipsismo que pueda dolerle– la situación cultural que conocemos actualmente en España es incomparablemente más ventajosa en términos totales que la de cualquier otra época anterior. Si pensamos en el caso tan concreto y verificable de nuestra propia ciudad, las evidencias se imponen inmediatamente frente a toda posibilidad de reserva insolidaria. Cosa bien distinta sea cuál haya de ser el papel y la responsabilidad de las minorías –que son, ahora ya, los mejores instrumentos del movimiento cultural y nunca más las clases privilegiadas– respecto a la rección de las masas cultas. Porque también, resulta lamentablemente evidente en nuestro país, y aun quizás intensificando una tendencia general en todo occidente más culto y rico, que con frecuencia la cultura de masas se pretende convertir en masificación cultural niveladora, mediante el simple, automático e injusto principio de maltratar y sofocar a las élites intelectuales con capacidades directivas por el mero hecho de serlo, cualquiera que haya sido el procedimiento de su constitución y el alcance y virtualidades de su capacidad de estímulo a los demás, de impulso y progreso. Creo que algo, o tal vez mucho, de todo esto se ha agazapado, pro ejemplo, tras los intereses de los pírricos vencedores del día –inminentes catedráticos devaluados contra los viejos catedráticos autoritarios– en las estériles guerras corporativas que han peculiarizado indeseable y pueblerinamente la transformación universitaria en España.
Albacete ha conocido siempre la existencia de una pequeña élite cultural, compuesta fundamentalmente de estimables profesionales liberales y de profesores de enseñanzas medias que han ofrecido en el terreno de la literatura y del arte muy dignos exponentes. No obstante, se trataba evidentemente de individualidades desconectadas y con escasos instrumentos de infraestructura intelectual. La precariedad de medios de acción cultural común nos aislaba a todos, desconectaba a los estudios y artistas locales de sus compañeros albacetenses desplazados profesionalmente a otros centros científicos y culturales. Albacete perdía así para una labor sólida y eficaz la mayor parte, ya que no la totalidad, de sus mejores recursos humanos, y las instituciones locales veían esterilizarse casi siempre sus mejores iniciativas. Ante semejante situación, no cabía representarse siquiera las posibilidades de acción transformadora de masas. Repentinamente una acción de importantes sectores conjugados a venido a cambiar de forma radical el estado de la cosas. De esos factores de diseminación cultural mencionaré como más importante la vigorosa reacción de la totalidad de los centros docentes y de algunas instituciones profesionales de la ciudad, a la espera de centros universitarios, y en segundo lugar el riquísimo arsenal de medios culturales del más alto nivel simbolizado por el acuerdo vigente entre el Ministerio de Cultura, las autoridades de administración local y regional y la propia Fundación Juan March.
Evidentemente, el primer riesgo de cualquier programa en cierto modo exógeno o dirigido, es el de no calar suficientemente en las masas y el de no fomentar la acción de las propias minorías autóctonas de la dirección cultural. En suma, quedar reducido a un decorado de carteles callejeros y de actividades con escasa incorporación. Tengo la impresión de que a ese respecto existen en Albacete dos tendencias desproporcionadas y de signo contrario, en cierto modo vinculadas a los dos sectores de propulsión del programa cultural antes señalado. La tentación más inevitable para algunos profesionales locales es la de promocionar lisa y llanamente, a costa de la implantación de centros universitarios. A nadie se le oculta, sin embargo, que esa lícita pretensión de algunos ha comportado hasta ahora insuperables desperfectos al aparato de las numerosas universidades nuevas abiertas en España, con notable precipitación y precariedad de medios en los últimos diez años. Se comienza por prestar el servicio de urgencia y se acaba por entorpecer y torpedear las estructuras racionales de funcionalidad científica, al reclamar derechos adquiridos más que discutibles. El fenómeno hasta ahora no ha sido aún albacetense, sino español. Desearía fervorosamente que entre nosotros quedara superada esta tendencia de resultados comprobados y nefastos. Pero el análisis de la inminente incidencia universitaria para la vida cultural de Albacete merecerá, en gracia a su entidad misma, un apartado especial de este ensayo.
Una grave complicación del programa cultural de instituciones regionales y nacionales sería no ir preparando gradualmente su perpetuación autónoma mediante la progresiva animación de iniciativas locales. En tal sentido, si el error para las instituciones universitarias ha venido indefectiblemente de la tendencia a excluir aportaciones externas; por contraposición, la más razonable condición de fracaso en su programa cultural como el puesto en marcha en Albacete, con tantos éxitos cantados, es la de convertir el escenario de esa acción en un fastuoso retablo de las maravillas, pero sin previsiones de continuidad alguna, al verse antes o después tristemente desarraigado y camino de otros campos de experimentación. Lealmente brindo mi punto de vista, a tiempo de corregirlo; tómese medida del exceso, si es que lo hay, u olvídense mis advertencias, si se tienen por infundadas, que tal es la naturaleza inherente del viejo género de los arbitrarios y al moderno de los ensayos.
En definitiva, la condición de éxito –de milagro si se quiere– de un programa cultural tan denso y costoso como el emprendido ejemplarmente en Albacete la determinarán sus efectos duraderos, no sus medios ocasionales. Lo que me aparece imprescindible destacar aquí es tan brillante iniciativa aparece con miras de total –y milagrosa– viabilidad, quiero decir, de éxito definitivo. Basta con creer fundamentalmente en ella, sobre con espantarse a los fantasma de la duda, el prejuicio de la cultura inútil, o marginal. Se ha repetido tantas veces que la cultura es el sumo bien de los pueblos que, desorientados entre tantos conflictos, los hombres han perdido la fe en los dogmas culturales; añádase a ello la doble predicación, marxista y capitalista, de la primacía histórica del análisis estructural. Pero la honda crisis universal de los términos estructurales que nos azota tal vez tenga de bueno que regala complementariamente un fondo de credibilidad a las esperanza culturales, de la misma manera que marca el primado de la imaginación frente al juicio, y del ocio frente al dogma de la ocupación ya imposible. Creo que a nadie se le ocultan los fondos de manipulación de los nuevos dogmas del antidogmatismo; pero digamos, a nuestro propósito actual, que no hay mal que por bien no venga, o que hágase el milagro y hágalo… la crisis.
La incidencia cultural en la vida civil: cuestiones de origen y destino
El principio de reacia desconfianza hacia la capacidad eficaz de acción social de la cultura, que se apunta insistentemente en oda sociedad cerril, no es históricamente privativo de los manchegos, ni de los albacetenses; con haber sido la nuestra como es preciso reconocer de entrada, una de las zonas españolas de mayor depresión cultural y una de las ciudades con un patrimonio histórico más desvalido, en un país de ricas herencias tradicionales. Creo que se recelo de fondo, ese desaliento y desinterés de siglos, es uno de los fundamentos más visibles y responsables del proceso de agotamiento y decadencia españoles, iniciado hace ya siglos con la derrota de la propuesta política, ideológica y cultural, que España quiso asumir. El fenómeno es ciertamente tan complejo como sobradamente analizado. No he de remover yo aquí aguas tan turbulentas. Me basta con señalar que la identidad histórico-cultural tan arraigada en pueblos como el francés o el inglés no ha sido el último de los factores de mantenimiento de su bienandanza histórica; y, correspondientemente, que un planteamiento inicial tal vez defectuoso o incluso imposible, un extravío de esencias culturales comúnmente adheridas, el cuestionamiento secular, por etapas hasta sangriento, de todos los principios básicos de una afirmación nacional de la cultura, han desorientado a los españoles en los últimos tres siglos; llevando con indeseable frecuencia de uno de los más inmensos imperios nunca conocidos a las consecuencias más extremas de una crisis nacional. Si la muestra es como nos dicen y deseamos los españoles, una etapa de reactivación, de reacondicionamiento realista y eficaz en las justas responsabilidades históricas de la hora presente, sépase que lo más necesario es sacudirse el torpe hábito de la de la indiferencia histórica española hacia los valores decisivos de la cultura. Evidentemente, si aún estamos donde aún se nos consiente estar, a despecho de nuestros disparates nacionales, es precisamente porque se reconoce en lo hispánico un valor de participación singular en el complejo cultural de Occidente; a su vez unode los componentes decisivos de la cultura universal de la Humanidad.
Supongo que a algún lector a estas alturas no le habrán dejado de parecer mis últimas reflexiones como tocadas de algún fondo de irrealidad hueca de nostalgias de un triunfalismo sin pies ni cabeza; lo peor, se podrá pensar, es la presencia de una vierta retórica marcada. Poco importa, a su vez, que en mi discurso se crucen, según yo lo veo, bastantes retóricas. El caso es que en la historia de nuestra intransigencia las cosas han estado de modo que, no bien percibida cualquier retórica ajena –la propia, al ser exclusiva, se la sufre más que se la siente–, la reacción ha sido la pedrada en mitad de la frente desde el hondero balear del siglo primero al gacetillero esquinado de nuestros días. La agresión o el ensimismamiento han sobrepujado entre nosotros, tal vez, a la discusión enriquecedora y al pacto conveniente. Como estudioso e historiador de la cultura europea y española, creo conocer fundamentalmente las bases menos conspicuas de nuestro real prestigio europeo, ahora más que nunca posible y necesitado de vigorosa reivindicación; así como los más celebrados principios de nuestra insuficiencia histórica, como rasgo diferencial. Y a estas alturas ya, creo yo que el oro y la pólvora, medio e instrumento de las pasadas contiendas europeas en que nuestro país se involucró, comienzan a consolidarse esperanzadamente en conglomerados culturales, última esperanza europea en las orillas de la barbarie.
Parece que, según se oye, el tema de nuestro tiempo vuelve a la carga, en el fondo, sobre la vertebración cultural de España. En ese sentido nuestra región, y no digamos ya los albacetenses, lo llevamos todo adelantado. Ni nuestra geografía o historia nos arrojan a tentaciones centífrugas –como no sea por el puro delirio ascensional de la aerostación–; ni nuestras riquezas materiales nos entregan al peligro de la arrogancia insolidaria; ni, en fin, nuestro rico patrimonio de ideas, lastrado definitivamente de quijotismo, nos convierte en piezas de divergencia. Nuestra región –y la singularidad espiritual de la idiosincrasia albacetense no creo que diverja espectacularmente en este punto de una sincera globalidad regional castellana y manchega– ha contribuido decisivamente con otras a la consolidación del patrimonio cultural histórico que representa internacionalmente el concepto genuino de lo español, desde Cervantes a Velázquez, o desde Fray Luis de León a Antonio Gaudí, desde Goya a Picasso. Se insiste en nuestros días razonablemente quizás, en que se «desdramaticen» nuestras singularidades históricas; creo que no es mala cosa; sobre todo a la vista de alguna instrumentalización pasada de extremismos y deformaciones culturales. Pero que no sea a costa de confundir empecinamiento con cultura; porque si nuestro país se plegara a las exigencias maximalistas de quienes quizás nos reprochan hoy nuestros excesos singulares, no esperen los pobres nuevos-ricos que tal hagan, el desmontaje cultural correspondiente de sus peculiaridades por parte de los demás pueblos de Europa por mor de la armonización futura. Nación hay en nuestro continente que, frente al descubrimiento de América, se envanecerá por los siglosd e los siglos de haber inventado el lapicero.
Creo que es, por tanto, tan necesario culturalmente saber sin complejos ni ensoñaciones, de dónde se procede, como tener bien marcada, en estos tiempos la convergencia cultural que se persigue conocer en suma el patrimonio y eld estino propios. Pocas dudas caben de que ambos nos vinculan a los hispánicos, europeos y americanos, a las tendencias europeas más centrípetas de la cultura. Las tensiones del centrifugismo cultural europeo ensayadas por varios pueblos, y no en la forma más tenaz por España. como tal vez pudiera aparecer en un análisis elemental, pertenecen a la etapa superada de las tensiones hegemónicas nacionales. Una vez definido de manera generosa y consciente el destino cultural de nuestras colectividades –y repito que aquí nosotros, en Albacete, tenemos a mi juicio pocas distraciones alternativas– se me antoja exigencia ética imperativa y urgente convertirlo al centro de toda la actividad pública, de la convivencia pública, de la convivencia civil. El cúmulo de las circunstancias de nuestra coyuntura aconsejan, en los términos mismos en que yo lo vengo aquí analizando, adherirse a los dogmas otro tan reiterados como desatendidos sobre los valores éticos de cultura como única, y tal vez última, esperanza para la dignidad humana. De ahí la oportunidad gozosa de este esfuerzo cultural del Albacete. Oportunidad que debe persuadir a todo sacrificio para consumarla en tiempo y modo debidos. Si es cierto, y no hay por qué dudarlo, que en nuestra ciudad y provincia se está operando ese milagro cultural sorprendente, añadamos: hágase el milagro , y hágalo la oportunidad.
La universidad de Castilla-La Mancha, ocasión de Albacete: ciencia y cultura
Alojada así la cultura, en los términos de la argumentación precedente, no queda sino afirmar que la actual expectativa pre-universitaria que vive Albacete ha de representar sin duda, si se corona de forma adecuada, la gran ocasión para su transformación más sensible y acusada, para su promoción nacional definitiva. Valores tradicionales, e incluso datos de coyuntura, convergen en esta hora, como he tratado de insinuar antes, a centrar en la cultura la más alta, rentable y distribuible de las remuneraciones sociales al individuo en una sociedad en crítica evolución, encaminada irreversiblemente a fórmulas bien distantes ya de la plena ocupación de la aporía imposible del empleo de la sociedad industrial. Tal vez todo ello no signifique en el fondo –lo sabrán otros economistas o sociólogos de altura, y no yo, un mero historiador de la cultura– que nos encaminemos hacia la universalización del mendigo improductivo, del marginal menesteroso y desesperado. Si así no es, como todos los hombre de fe los desean, no cabe duda que el conocimiento como patrimonio de la Humanidad está llamado a jugar un papel fundamental en la evitación de la catástrofe que nos amenaza. A través del conocimiento como ciencia el hombre alcanzará a multiplicar los recursos de explotación tecnológica y a remediar y controlar las calamidades del desafío demográfico; pro sobre todo a través de conocimiento como cultura el hombre podrá elevar la desocupación a ocio, en la crisis futura del hombre, como lo ha sido para cada una de sus angustias históricas en el pasado. Solamente, tal vez, habría que añadir que la sociedad se ha visto arrojada pocas veces a un riesgo de desesperanza y de aniquilación total semejante.
Como por ahora y hasta el momento ha sido la Universidad el vehículo de conservación, transmisión y ampliación del conocimiento, bien sea como ciencia o como cultura, no cabe duda de que no se engaña el sentimiento general de los albacetenses –por más que se constituya baja vagos presentimientos en la mayoría– de expectativa y de júbilo de centros universitarios. En efecto, el alojamiento de focos de desarrollo del conocimiento en una comunidad social es a estas alturas ya altamente deseable, y aún me atrevería a añadir que es uno de los servicios insustituibles para la salud cívica de cualquier comunidad. Claro tengo, no obstante, que esa universal ventura puede contemplarse e instrumentarse bajo perspectivas muy distintas, que abarcan desde la más alta y desinteresada ala más ramplona y cicatera. Pero lo bueno del caso es que a casi todas sirve y sirve bien. El alojamiento de centros universitarios en una ciudad como Albacete puede evitar gastos, bajo su forma más inmediata y perentoria, en la economía de las familias, por lo común bastante modestas, que constituyen el núcleo fundamental de una ciudad de concentración demográfica rural y de servicios. A través de su convocatoria científica, la universidad concreta, por otra parte, el caudal humano de la región; sigue y fomenta las riquezas agrarias, industriales y tecnológicas de la zona; atrae corrientes dela riqueza humana y material de otras regiones, etc., Todo ello es lo más obvio, lo más evidente, si bien quizás no sea lo más importante, lo verdaderamente hondo y definitivo.
A despecho de a incredulidad de los espíritus más vulgares, tengo para mi que el principal servicio de una universidad en el medio que la aloja reside en la implantación de una conciencia cultural, constituida de fe en el servicio común a los poderes y capacidades más creativos y alentadores del ser humano, control de torpezas y de descarríos, filtro crítico de petulancias e insolidaridades. La Universidad es, o bien puede serlo antes que nada, catalizador y garantía ética del comportamiento civil. La ciencia, como cualquier sabe, no es cultura, pero como saben bien los científicos la garantiza y la vivifica; de la misma manera que, inversamente, la cultura como bien del hombre presta sentido último a la ciencia como ascesis hacia el enigma. La ciencia, esfuerzo interior del hombre hacia el control del mundo externo, sirve al destino de la cultura. La cultura desatendida de la ciencia degenera pronto en vanidosa pedantería y acaba perdida de todo norte; la ciencia sin cultura acaba siempre fuera del hombre y aun, como estamos lamentablemente comprobando en estos tiempos, amenaza con aniquilar al hombre mismo.
La Universidad, por tanto, constituye en nuestros días de demandas y riesgos tecnológicos, acelerados un servicio social de urgencia para toda una comunidad humana. En la situación actual del mundo y de nuestro país, carecen de sentido, por multitud de razones, los recelos de cualquier nostálgico de Oxford o de bolia, de Heidelberg o de París. Y conste que yo mismo tengo títulos para ejercer con pleno derecho, y a fondo, la mayoría de esas nostalgias. En nombre de ninguno de esos reparos utópicos e irrealistas se puede negar a la séptima comunidad nacional constituida según un modelo de descentralización administrativo, el derecho a dotarse de los centros de expansión y control científico, tecnológico y cultural, que sus propios recursos le permitan mantener. De otra manera se le regatea pura y llanamente al último llegado el derecho a la existencia ciudadana, a escapar a la postración de su dignidad civil, que no confiere en definitiva sino la posesión y el fomento de la cultural.
Con todo ello, no ignoro yo, que fue catedrático de universidad hace ya más de quince años, que la Universidad real y actual dista mucho de esa alta imagen de la Universidad, al pleno de sus misiones, con que he venido contando en las páginas anteriores de este ensayo. La crisis de la Universidad es ciertamente universal, como lo es la de la sociedad misma; por lo menos en aquellas sociedades, como la occidental, donde las gentes conocen la libertad y la posibilidad de condenarse a la crisis. La inflexión española de ese deterioro general de la situación universitaria creo que es la más profunda de todos los países cultos europeos. El gran momento de la expansión universitaria de centros nos alcanzó, sin duda, en las peores condiciones políticas, culturales y científicas. Se amplió por pura demagogia, se concedió sin cálculo ni previsión, se fundó sin tasa ni medios. Momentos hubo en que se llegó a hablar de «aulario», como si se resolviera el problema cubriendo lisa y llanamente los estadios deportivos más populares, o hasta las plazas de toros, convertidas en aulas improvisadas con servicios de megafonía. Disparates… los que se quiera, y de todo tipo. No dudo que la solución al problema universitario pasaba entonces por otros medios; pero quienes decidían lo montaron así, con el general aplauso de cada región región favorecida, no se olvide.
Tal vez, como muchos dicen, la Universidad masificada actual no pueda volver ya nunca más a ser la universidad de las altas misiones de dirección minoritaria. De hecho en la actualidad se fundan y mantienen en muchos países soluciones alternativas. pero Albacete, la pequeña Albacete, no va a concienciarse ahora, empobreciéndose, en medio del desconcierto general. Por lo demás las cosas han cambiado sustancialmente, y seguramente ninguna de las concentraciones humanas que en el Medievo europeo establecieron la demanda de Universidad, superaría hoy –Heidelberg, Cambridge, Bolonia o Salamanca, desde luego no– la población de Albacete. Mis antecesores, los colegiales del Colegio de San Clemente de Bolonia empleaban meses en sus desplazamientos desde España, que yo hacía en avión y en tren en poco más de cuatro horas. En fin, queda claro que la tentación de anclarse en nostalgias de principio en las actuales circunstancias es, cuando menos, una abdicación del más elemental principio de realismo. Añadiré por fin que quienes hayan seguido con alguna atención en Albacete los avatares de la actual dela actual demanda universitaria, saben de sobra que en estas últimas consideraciones no ando almacenado molinos de viento ni inventándome maniqueos.
Lo que significa que la Universidad actual, y especialmente la española, no funciona bien es pura y simplemente que Albacete deberá extremar las cautelas y no volverse de espaldas a experiencias evidentes, con los centros de la de Castilla y La Mancha que le quepa en suerte recibir. En un estado de postración general universitaria como el que hemos conocido en el último decenio, así pueden considerarse beneficiados los centro totalmente carente de tradición; ya que esta nueva tradición de los centros creados hace diez años, con sus hipotecas fundacionales de colegios universitarios, los vicios de funcionamiento y el voluntariado de urgencia de primera hora, si es que su lánguida y costosa historia puede ofrecer algún balance, éste no será sino claramente negativo. El principal beneficio a la larga que los centros universitarios pueden rendir a nuestra ciudad y provincia se concretará, evidentemente, en los mismos albacetenses, en los actuales alumnos y futuros profesionales y profesores. Pero, de modo inmediato, la gran transformación de la Universidad para Albacete, su gran beneficio, debe venir de su imprescindible condición de centro del atracción de riquezas exteriores, humanas y financieras. La llegada de nuevos maestros y de profesionales de élite, la implantación entre nosotros de poderosos recursos y tecnologías, puede ayudar a los albacetenses a transformar los medios de vida y de cultura de todos; y no, pura y simplemente, a remendar tardíamente las pequeñas vanidades de unos cuantos situados. Creo conocer bien el carácter franco y generoso de la mayoría de los albacetenses para saber que están dispuestos incluso ilusionados para aceptar con gratitud y cordialidad esa ayuda exterior de otras regiones y del resto de la nación; sin las cicatrices y los cerrilismos que han lastrado en los últimos años las iniciativas de las implantaciones foráneas de las universidades dominadas pro fuertes localismos. No basta sino comparara con el espíritu de acogida y universalismo que gobierna la política científica y la actitud de las más importantes universidades del mundo.
No olvido que, después de todo, un ensayo es siempre sin controversia papel escrito y, con alta probabilidad, papel mojado. Como universitario estoy habituado ya al disfuncionamiento de una universidad anquilosada desde los intereses internos y desde el desinterés social; pero también por sentirme radicalmente universitario creo que me nace de lo hondo el imperativo incoercible de la fe en lo que se cree y a lo que se sirve. Sé que sobre todos los entorpecimiento momentáneos y sobre los intereses espúreos y las vanidades más sobresalientes, la institución universitaria ha ido imponiéndose siempre, a lo largo de los siglos, el triunfo de lo mejor, de lo más apto y conveniente. El fenómeno accidental se gasta y decolora, las esencias recobran luz con el desvanecimiento de su entorno caedizo y se constituye en norte de comportamientos científicos y de actitudes culturales. Esa íntima convicción sobre lo universitario mucho más allá de comprensibles intereses, demasiado inmediatos y hasta en algún caso mezquinos, es lo que funda mi intima satisfacción como albacetense a la espera de unos centros que nos vienen. Aun en los más negros momentos de la crisis, aun entorpecidas por los más indignos intérpretes y gestores, las instituciones universitarias acaban consolidando invariablemente los más altos bienes de cultura, alojan y tutelan las más puras, inteligentes y honradas iniciativas de hombres preclaros y hasta oscuros, las exaltan y los consuelan en paz recoleta de claustros, bibliotecas y laboratorios. Una nueva universidad, toda o parte en Albacete, el milagro está próximo; hágase el milagro y hágalo… la generosidad.