El pensamiento a través de la historia de Albacete. Por Domingo Henares, artículo publicado en Boletín de Información «Cultural Albacete», noviembre de 1984 (número 10).
Para la justa intelección de este trabajo es preciso convenir en dos supuestos: primero, que vamos a tomar por pensamiento una actividad humana que de nunca ha tenido parcelas acotadas donde realizarse, pues el hombre piensa cuando escribe un libro y si espera carta, cuando edifica un templo y si decide un viaje, cuando acomete su aseo personal cada mañana y si falta a su palabra de honor. Tampoco sabemos, en segundo lugar, el punto cero de la historia, porque tendríamos que salirnos de ella, ser antepasados nuestros, y no cometer entonces aquel pecado que decía Ortega de los primeros ángeles rebeldes. un error de perspectiva. Confesadas así nuestras limitaciones, ya no será costosa una mínima benevolencia si, por la estrechez que imponen las lindes de este ensayo, nos referimos al «pensamiento» como a ese quehacer llamado filosófico; y si, por la misma penuria de espacio, historiamos nada más que a unos albacetenses de los siglos XVI y XVII. Esta es una nómina imprescindible y provisional:
Bachiller Sabuco
EL BACHILLER SABUCO. Nacido en Alcaraz por el año 1525, si atendemos a las fechas de su permanencia en la Universidad de Alcalá y a la edad en que tuvo al último hijo con su segunda mujer. Entre los datos de su biografía, importa destacar aquí su nombre y apellidos, esto es, fijar que se llamó Miguel Sabuco Álvarez, pues son varios los autores que lo confunden con Miguel Sabuco Peñarrubia y con Miguel Sabuco Vandelvira, incluso con su hijo Alonso Sabuco Cózar; y por lo mismo, descalificar las profesiones y empleos atribuidos a nuestro bachiller, pues no consta documentalmente que fuese boticario, ni procurador síndico, como tampoco es prudente sospechar de su probado cristianismo, si recordamos que cuando él vivía en Alcaraz hubo una casa de la Inquisición (subsiste el edificio en la actualidad) y que el día 6 de julio de 1572 se celebró un auto de fe en dicha ciudad sin que Sabuco sufriera el más pequeño contratiempo. Debió morir en la última semana de febrero de 1588, después de hacer el testamento que se conserva en el Archivo Histórico Provincial de Albacete.
Rastreamos ahora la formación intelectual de este ilustre alcaraceño. Hay un asiento relativo a pruebas de curso del año 1543 en la Universidad de Alcalá donde puede leerse: «Día 29 de octubre… Juan de Busto, de la ciudad de Alcaraz, de la diócesis de Toledo, demostró que hizo un curso oyendo derecho canónico y, según es costumbre en esta Universidad, desde el día de San Lucas del año 1541… juran como testigos Bartolomé Saquero y Miguel Sabuco, de su misma ciudad de Alcaraz y condiscípulos suyos…». Además, aportamos el siguiente documento:
«En el mismo día (29-X-1543) el dicho Miguel Sabuco probó de igual modo que hizo un curso de Derecho canónico asistiendo como es costumbre en esta Universidad desde el día de San Lucas del año pasado, 1542, hasta el mismo día del presente… juran como testigos sus condiscípulos antedichos Bartolomé Saquero y Juan de Busto». De lo anterior se desprende que el bachillerato de Sabuco muy bien pudo ser en la disciplina que acabamos de reseñar; pero los estudios de derecho canónico y su presumible bachillerato en ellos no son excluyentes de otros conocimientos que Miguel Sabuco pudo haber adquirido en la Universidad de Alcalá. Pues los estudios apuntados, precisamente en el siglo XVI y en dicha Universidad, eran requisitos previos para el aprendizaje de otras materias; y también se exigía, para posteriores estudios, graduarse en Artes, es decir, incluyendo la Filosofía que, a su vez, enlazaba con la Medicina.
Por consiguiente, a nadie debe extrañar que Miguel Sabuco posea conocimientos médicos. Y, si nos fijamos en el estilo literario de su obra, propio de la prosa didáctica del Renacimiento, adivinamos que nuestro autor fue un discípulo asiduo y entusiasta de la clase de retórica; pues en la «Nueva filosofía» hay más de cien citas de la «Historia natural», de Plinio, libro que utilizaron Nebrija y alguno de sus sucesores para comentarios en las aulas complutenses. Y, como ejemplo de galanura en los escritos de nuestro bachiller, recordemos que la Real Academia Española (aunque atribuyendo la «Nueva filosofía» a su hija doña Oliva, antes de 1903, claro) tomó el acuerdo de colocarlo en el catálogo de sus buenos hablistas, por considerar que su nombre era digno de figurar al lado de los de fray Luis de Granada, Santa Teresa y Cervantes.
Con este juicio anterior tan cualificado, veamos la estructura y contenido de los escritos de Sabuco bajo el título original (abreviado por mí en este trabajo) de Nueva filosofía de la natvraleza del hombre, no conocida ni alcanzada de los grandes filósofos antiguos: la qual mejora la vida y salud humana. Compuesta por doña Oliua Sabuco. En cuanto a la estructura cabe decir, primeramente, que sobran indicios para afirmar que en dicha obra hay tres libros o tratados que se podrían distribuir y agrupar (por su temática) de esta forma: 1º.) Tratado de la naturaleza del hombre; 2º.) Tratado de Vera medicina, y 3º.) Tratado de Vera Philosophía sobre la naturaleza del mundo, del hombre, y de otras cuestiones desconocidas por los antiguos. Claro está que estos libros o tratados llevan sus correspondientes epígrafes o títulos que no precisan una descripción detallada, pues se trata, al presente, de un análisis resumido del pensamiento filosófico de Sabuco, a través de los coloquios, diálogos y dichos breves en que está escrita la obra.
El coloquio sobre la naturaleza del hombre, para mejor conocerse a sí mismo y como indicio de la posible comprensión entre el mundo y el hombre enfrentados, extraños o distintos, es un claro intento repetido del clásico «conócete a ti mismo», a la vez que uno de tantos ecos de aquellas resonancias inevitables del divino Platón. La plática inicial del título primero se desarrolla en un marco inconfundiblemente renacentista, por los diálogos que rememoran los escritos en la Academia de Atenas, por su intención didáctica y por las discusiones que promueven. La naturaleza en derredor, el ambiente más adecuado para la reflexión apacible, otra vez lejos de los mundanales ruidos. Son tres pastores solitarios y tan alta la materia. Sabuco no quiere entender por más tiempo al alma separada de su cuerpo (dualismo platónico) como viviendo cada uno a sus expensas, si el alma resultaba ser la única caminera para el cielo, nuestro filósofo quiere salvar a todo el hombre, al menos en esta vida. Pues, aunque pasa por Sabuco la línea que lleva hasta Descartes, adviértase que el filósofo de Alcaraz insiste en la supremacía de lo psíquico sobre el organismo sin necesidad de separarlos.
A este ritmo telegráfico que se nos impone, digamos que, en cuanto a su cosmología, la visión que tiene Sabuco del mundo es sorprendente. En el tratado de la filosofía de la naturaleza, más que en ningún otro, gravita aquella intención del cardenal Cisneros de que todos los escolares de Alcalá, junto a otras disciplinas, recibiesen cultura eclesiástica. Y, aunque no lo confiesa, nuestro autor que se muestra como reformador en otras ciencias no aporta, aquí, ninguna originalidad. Su cosmología es la típica y tópica de los medievales. Tan sólo le salva la rabiosa belleza de su descripción: «…Pues imagina un huevo de Avestruz grande, redondo, con tres claras y once cáscaras. En este huevo la yema pequeña redonda es la tierra, y la primera clara pequeña, que la cerca, es el agua (que toda cercaba). Y la segunda clara mayor, es el ayre… la primera cáscara, es el primer Cielo… y el onceno, es el postrero donde todo se acaba, y fuera dél no hay cosa alguna criada, mala, ni buena. Es inmóvil, que no se mueve, y es el Cielo Empyreo, y casa de Dios, donde está la Corte Celestial… y passados cien mil cuentos de millones de años, entonces comienza la eternidad de Dios…».
Esa contemplación resumida del universo supone, en definitiva, un paréntesis; pues, lo que importa para nuestro filósofo es el hombre y su convivencia. Así, espigamos algunas tesis de su sociología: «Lo que á mi me parece que es de gran daño, y perdición en este mundo, son los pleytos… Que barbaridad es, que dure un pleyto quarenta años, y que ese Letrado diga traeis justicia, y al otro diga à su contrario lo mismo?… La causa de todo este daño es aver escrito tantos libros de Autores, y tantas leyes como los antiguos dexaron escritas, que passan de 20 carretadas de libros…..Tuvieron tanta prudencia hacerca de lo futuro los legisladores.,.. que escriben sobre ellos de där leyes a los venideros… Pensaron que los venideros avian de ser elefantes, ò monas, y no hombres de juicio como ellos»? Después de dar por buena la pena de muerte, que si ha de estar escrita, y de aconsejar que en las penas pecuniarias se tome en cuenta la situación del sancionado, se muestra partidario de un decreto único en estos términos: «Y aun si se pudiera poner una ley general de la mentira en los hombres, fuera este mundo Paraìso terrenal, que todos los daños que en èl ay, nacen de la mentira».
Por lo que respecta a la medicina crítica (los dos diálogos que la integran se presentan a la manera de un nuevo libro) no es de extrañar su insistencia en que, por estar oculta a los antiguos la naturaleza del hombre, carecía la medicina de seguridad y continuamente cambiaba. En la primer parte de este libro (el tratado de Vera Medicina) es donde Sabuco se nos revela como escritor médico filósofo. Consecuente con su idea de que el conocimiento del hombre posibilita una medicina mejor fundamentada, expone sus razonamientos con la osadía que se requiere para denunciar los errores antiguos. Pues, aunque en repetidas ocasiones deja constancia de la superioridad del alma sobre el cuerpo, de lo que más se trata en toda su obra no es de pretendidas preferencias, sino de relaciones que resultan precisamente estructurantes del compuesto indivisible que da, como precipitado, el ser hombre.
Por eso no es «desatino», ni desacato a la autoridad de Hipócrates o de Galeno el proponer otra suerte de medicina. Lo que de verdad se pone en juego, salvados el origen y el destino celestiales de nuestro espíritu, es el mutuo y decisivo influjo que lo somático puede ejercer sobre lo anímico y a la inversa; pues, para Sabuco, si la arquitectura del hombre, cárnica y osamentaria, se desmorona, también y como a resultas el alma entra en desasosiego; porque, nos dirá, «la causa, y oficina de los humores de toda enfermedad es el celebro, alli estàn los afectos, passiones, y movimientos del anima: alli el sentir, ó sensación… alli la vida y anhelación… de alli las enfermedades, y de alli la muerte…«. Como es notorio, aunque en apunte, la medicina crítica de nuestro autor es un anticipo de las doctrinas psicosomáticas actuales según declara Rof Carballo: «para Hugo Spatz el futuro del hombre depende de la complejidad creciente del desarrollo cerebral…».
A la par, también aprovecha Sabuco, en una especie de recetario médico, para exponer los remedios curativos populares de sus contemporáneos; así, cuando nos aconseja la flebotomía que nos «enseñó Ipopotamo, el qual en la primavera và à un cañaveral, y con la punta que halla mas aguda de las cañas quebradas se rompe cierta vena, y se sangra, y luego atapa la herida con barro». Y para ahondar más en las raíces platónicas de nuestro bachiller, podíamos hablar todavía del famoso y tan ponderado «succo nérveo», releyendo otra vez el Timeo con la creencia de que la carne está pegada a los huesos por una sustancia viscosa, análoga al residuo de la sangre. El mismo Sabuco nos aclara su ascendencia cuando afirma que (por el Timeo) «en las quales palabras bien veis como Platon es de mi vando«.
Por la serranía de Alcaraz hubo un escritor médico-filósofo*.
Pedro Simón Abril
PEDRO SIMON ABRIL. Son muy escasos, todavía, los primeros datos biográficos de este filósofo, lingüista y profesor, nacido en Alcaraz y probablemente el año 1540. Ejerció su magisterio en diversas ciudades españolas, entre ellas Tudela, Zaragoza, Medina de Ríoseco y, lo más emotivo para nosotros, en la misma Alcaraz, desde el año 1578 al 1583, aunque no de forma continuada. Puede decirse, entonces, que la vocación de su vida fue la enseñanza y su principal empeño, como lo demuestran sus escritos, consistía en hacer asequibles las lenguas clásicas sirviéndose de gramáticas sencillas y de traducciones muy cuidadas y escogidas de los autores antiguos. A este respecto, fue tan minucioso en la normativa didáctica (su gramática era un verdadero plan de estudios) que él mismo llegó a temer que le tacharan de irrespetuoso con los textos de Nebrija, cuya gramática, a juicio de Simón Abril, adolecía, entre otros defectos, de falta de método.
Apuntada, así, la labor docente de nuestro autor, interesa más en este momento analizar su sistema filosófico, por cuanto es importante detectar en él (a sabiendas de que el aristotelismo ambiente era también su ámbito de investigación) posturas originales que lo destacan entre los peripatéticos independientes. Como también es digno de mención su interés por enseñar la filosofía en el idioma propio de los profesores y alumnos, abandonando unos y otros la servidumbre habitual de expresarse en latín, con lo que el aprendizaje de los temas de lógica, de moral o de teología, etc., resultaba dificultoso.
Pero la intención renovadora de Simón Abril (esta es la grandeza de nuestros filósofos del XVI, negada por cualquier leyenda negra española y sobre todo extranjera) va más allá del campo estricto de la filología para adentrarse airosamente por el terreno específicamente filosófico. Y es bajo este punto de vista desde donde vamos a exponer mínimamente las ideas que sostuvo nuestro paisano ilustre, tantas veces constreñido a los límites referenciales de gran pedagogo; para que, sin negar el puesto que le cabe tan alto en esa faceta, resplandezca también la luminaria de su pensamiento junto a aquella pléyade que formaron el Brocense, Vives, el P. Vitoria, Huarte de San Juan, y tantos otros, que desmienten todos a una el pretendido páramo español en el cultivo de la filosofía.
Sirvan, como ejemplo, algunos de los temas que Simón Abril estudia en su Filosofía natural, habida cuenta de las coordenadas históricoculturales en las que vivió y que, a su vez, explican la circunstancia de tener que cuestionarse problemas que venían de antiguo pero que, también, exigían soluciones nuevas, en ocasiones atrevidas, y que pensadores como él, buscando el rigor científico, el método experimental y matemático (Descartes o los racionalistas en general) exhibieron con más aplauso, pero con menos originalidad. Así, como buen aristotélico-escolástico (nos referimos a la escolástica española «renacida») tuvo que replantearse el problema clásico de la composición de los cuerpos. Y téngase en cuenta, para saborear el estado de la cuestión, que en el planteamiento de estos temas filosóficos puntuales, y precisamente en el siglo XVI, pesa mucho la autoridad de Aristóteles y, por ende, la interpretación que hubiera podido darles Santo Tomás, dado el predicamento que este filósofo de Aquino había logrado en el mundo cristiano.
Esquemáticamente, Aristóteles afirmaba (por oposición a Platón, aunque no diametral) que los principios de las cosas son la materia de que están hechas y la forma que les hace consistir en lo que son. Y Santo Tomás, que ha leído la Biblia y debe guardar sus precauciones, defiende esta teoría -salvo en Dios, claro está- corrigiéndola, no obstante, en el caso de los ángeles que, a su juicio y por ser espíritus puros, están compuestos de forma y existencia. A este respecto, nuestro filósofo de Alcaraz advierte que, con su materia (prima), Aristóteles está influido todavía por su maestro (esa materia prima equivale al eidos platónico) y, después de valorar las distintas posiciones sobre el tema, se declara partidario de que las cosas naturales están compuestas de la última forma sustancial (particular) y de una materia segunda, esto es, dispuesta y organizada para recibir la forma y que es cuanta -que incluye cantidad-, por la que los accidentes ya pueden descansar en ella. Es decir, a la materia prima despojada mentalmente de cualquier forma, llega a llamarla Simón Abril «aquella cosa imajinaria» de Aristóteles.
Cuestiones como éstas las calificaba Simón Abril de difíciles de resolver y de auténticos pasatiempos, de ahí que las trata con la intención de criticarlas; y a nosotros nos sirve su exposición como película documental de los saberes en su tiempo y de cómo la ciencia, que ya andaba erguida por los caminos del experimento, a veces no podía avanzar demasiado sin parapetarse tras la excusa de una fidelidad al dogma de los cristianos. Tenemos un ejemplo más en el estudio que realiza del problema insoluble, como tantos, en torno a la creación eterna, o en el tiempo, del mundo. Por supuesto que la postura adoptada por Simón Abril en este punto ni es novedosa ni merece calificarse de estrictamente filosófica; pero me parece importante por cuanto, indirectamente ( él no podía ser más claro en su tiempo), atestigua las razones que tuvieron los creyentes católicos en desplazar el esquema platónico para sustituirlo por las tesis de Aristóteles; a pesar de que Santo Tomás ya venía señalando, en este punto, que de una sana interpretación del aristotelismo nunca podría argumentarse que éste sistema contraviniese ninguna verdad católica; ya que la materia eterna para el filosofo de Estagira consistia puntualmente en la materia prima, «aquella cosa imajinaria» que decía Simón Abril.
En efecto, nuestro filósofo, siguiendo a San Agustín y a otros padres del cristianismo, declara que la creación fue realizada desde la eternidad (verdad sólo creíble para Santo Tomás) con el gracejo indiscutible que se trasluce en su texto; pero advirtiéndose en la declaración siguiente -con el subrayado mío- una intención de dejar el tema sin solucionar, por cuanto contrapone la eternidad y el tiempo, que empieza con las cosas: «….solo Dios es infinito… todo lo tiene eternal mente en su Divino entendimiento rejistrado: en el cual todas las cosas biven eternal mente por ideas, i tienen mas perfecto ser alli que no en si mismas: i que conforme alas ideas de su entendimiento libre mente cuando el quiso, i como quiso, i porque el quiso estampo estas criaturas i mundo visible conforme ala eterna traça, que tenia en su divino entendimiento: i dio ser al cielo con sus estrellas, i a la tierra con sus metales, plantas i animales: i hizo que el çielo començase de moverse, i el tiempo de correr con el….».
Por último, es interesante el proceso que describe nuestro pensador de Alcaraz para explicar la libertad humana, en su grado racional, indicando que los sentidos son los encargados de ofrecer cosas a la imaginación que pasan después al apetito y a la voluntad; ésta consulta con la razón que declara el bien o el mal y, entonces, la voluntad escoge. «…i esta libertad de poderse derribar a cualquiera de las dos partes, es lo que llamamos libre alvedrio».
Simón Abril, indiscutible pedagogo y traductor, pero, también, en un lugar señero de la filosofía renacentista española*.
Pedro Antonio Rubio
P.ANTONIO RUBIO. Dejamos Alcaraz, provisionalmente, y vámonos a La Roda, donde el año 1548 nació el jesuita padre Rubio, cuya biografía es la más rica por los datos que poseemos. Como son varias las ciudades que se disputan su lugar de nacimiento, y para que ya no quepa ninguna duda, veamos la información que el insigne cartógrafo don Tomás López recibió de La Roda, fechada el 18 de abril de 1787: «De esta Villa fue natural … El Padre Antonio Ruvio, de la extinguida Compañía, que después de haver enseñado por muchos años Filosofía y Theología, escrivio commentarios acerca de la Filosofía de Aristóteles y de otros libros, de grande yngenio». Estudió filosofía en la Universidad de Alcalá y, a los 21 años, ingresó en la Compañía de Jesús. Fue enviado después a México, donde explicó su curso de filosofía en la cátedra que regentó durante más de veinte años; y aquellas lecciones, con el título (resumido ahora) de Lógica Mexicana se imprimieron en Alcalá el año 1603.
Para enmarcar el pensamiento del rodense Antonio Rubio, y para concluir el alto valor de sus aportaciones al acervo cultural europeo, se hacen necesarias algunas precisiones; en primer lugar, advertir que es en la Escolástica nueva donde tenemos que enmarcar la figura de nuestro pensador rodense. Esto es, en un modo de hacer filosofía que tiene sus objetos propios, como la famosa doctrina de las distinciones, de los llamados universales, de la analogía del ser, de la esencia y de la existencia, de la materia y la forma, etc.; pero también un modo de filosofar que imperaba en nuestras Universidades principales (Salamanca y Alcalá) cuando fue superado el atractivo nominalista que nos había llegado de París. Aparte, también, de que lo más logrado en filosofía, durante el Renacimiento español, no debe entenderse estrictamente como escolástico.
Como prueba inicial del prestigio de Antonio Rubio, léase este decreto resumido (promulgado por la Universidad de Alcalá y confirmado por S.M. el Rey): «…esta Lógica compuesta por el padre Doctor Antonio Rubio… fue examinada por siete catedráticos de Teología, Medicina y Artes… todos los cuales después de haberla visto y examinado, hicieron relación en claustro en una conformidad que la dicha Lógica, y toda la doctrina en ella contenida, es muy conforme a la que comúnmente se tiene en la escuela, por de Aristóteles y Santo Tomás… y supuesta esta relación todo el dicho claustro (nemine discrepante) decretó y determinó que la dicha Lógica… se recibiese en esta Universidad por Autor propio, y como tal se leyese y explicase por los catedráticos de Artes en las aulas…..».
Hay también un dato clamoroso para no tener que esforzarnos demasiado en demostrar la importancia de la obra de Rubio en su época. Piénsese que estamos a principios del siglo XVII y que un libro de nuestro paisano precisamente llegó a tener las siguientes ediciones: 4 en Alcalá; 1 en Valencia; 1 en Cracovia; 4 en Colonia; 1 en Madrid; 2 en Londres. Toda éstas con el título de Commentarii (o Commentariorum) in universam Aristotelis dialecticam… Además, y con el título de Logica Mexicana sive commentarii in universam Aristotelis Logicam… las publicaciones fueron: 3 en Colonia, 1 en Valencia (hay otra edición, sin precisar el lugar, de 1615); 1 en París; 3 en Lyon; y otra en Brujas. Como es obvio, este éxito editorial es de sobra elocuente para informarnos de la importancia del P. Rubio en su época.
Antes de proseguir en el análisis de la temática de nuestro filósofo, para continuar después con una breve exposición de su pensamiento, y por si alguien sospecha que este autor (por tan claro triunfo editorial) distaba de ser un perfecto religioso, veamos lo que ha dicho de él el P. Decorme: «Era (el P. Rubio) de una humildad sencilla y sincera; siempre pronto a aplaudir los felices resultados de los trabajos de los otros; de una obediencia tan perfecta, que ni daba ni recibía una hoja de papel sin permiso, y, según el testimonio de sus superiores, tan dócil y fácil de gobernar, como el más fervoroso novicio. Generoso e indulgente con su prójimo, usaba consigo mismo un extremado rigor: se disciplinaba todos los días al menos una vez, aún durante sus largos viajes. Durante veinte años padeció la dura prueba de los escrúpulos, la cual soportó con admirable resignación a la voluntad de Dios».
Podemos trazar ahora (sirviéndonos de la edición de 161O) una panorámica de la obra de Rubio. Así, en las cuestiones proemiales, la primera que se plantea es sobre la necesidad de la Lógica que, para él, es previa, en cuanto modo de saber, al entendimiento de las ciencias restantes, y en las cuestiones que van de la segunda a la sexta se plantea los interrogantes siguientes: si la dialéctica es ciencia, si consiste en hábito o en cualidad, si resulta ser práctica o especulativa, o si, en fin, el objeto de la lógica es el ente real o el de razón. Por supuesto, sus principales fuentes aquí son Aristóteles y Santo Tomás.
A continuación, hay unos «Comentarios a los predicables de Porfirio» que se resuelven en nueve cuestiones acerca de la manera de ser (en las cosas o no) los llamados «universales», cuál sea su naturaleza, si se dan antes de la operación del entendimiento, qué facultad u operación intelectual los forma, si se da el universal por comparación de una naturaleza con los individuos, o si son cinco exactamente. También aconseja, desde el principio de la exposición, reservar para la filosofía aquellos interrogantes como el de si los universales están en las cosas, o sólo objetivamente en nuestro conocimiento, por ser un tema que, en rigor, se saldría del ámbito estricto de los dialécticos. Seguidamente, expone Rubio el tratado sobre la naturaleza del ente de razón y la teoría de los predicamentos o categorías aristotélicas. Más adelante, dedica varios apartados a otros tantos libros de Aristóteles y, para el final, añade una recopilación de textos muy curiosa, pues confiesa haberla hecho para que los estudiantes de la Universidad de Alcalá pudieran superar, felizmente, los exámenes previos a la consecución del grado de bachillerato.
Conviene ahora una exposición mínima de sus doctrinas, dada la amplitud de la Lógica Mexicana. Primeramente, decimos su punto de vista entorno a la esencia y naturaleza de los universales, anteponiendo que Rubio es partidario del llamado realismo moderado. Tan poca importancia concede a las tesis de los nominalistas que ni siquiera demuestra interés por dedicarles algún comentario en particular («Omitto opinionem Nominalium…»). Aunque sí deja claro, sin embargo, que su maestro en esta cuestión tan debatida continúa siendo Aristóteles; y lo hace con un cierto asomo de deferencia para con Platón, pues, contra este, afirma que no se da el universal realmente separado de los singulares; pero confiesa a renglón seguido: «si es que Platón sostuvo esta sentencia, tratando de las ideas, que le atribuye Aristóteles…».
Como otro ejemplo de su pensamiento, y en cuanto dónde estarían los universales si no existiese ningún particular (ya que, si los universales son perpetuos, en alguna parte han de estar) nuestro autor responde que no estarían en ningún sitio en acto, sino sólo objetivamente en el entendimiento divino y, virtualmente, en la divina omnipotencia, por la cual pueden darse en los singulares, y esta es la manera según la cual (los universales) son eternos. Y no es ahora la ocasión de ampliar nuestros comentarios para atestiguar lo sugerente de esa doctrina que mantiene Antonio Rubio, si la relacionamos, sobre todo, con el ejemplarismo agustiniano o con las sustancias segundas de Aristóteles. Y para una valoración crítica, aunque apresurada, podemos aludir a sus dotes didácticas, a la vigencia que sus obras tuvieron y a la originalidad que se detecta en su pensamiento.
Como indicativo de sus cualidades pedagógicas, recordemos que, aparte de ser muy aplaudidos los cursos que dio en México, el rey de España (1605) amonestaba gravemente a los catedráticos de Alcalá que no leyesen en las aulas el libro de Rubio, so pena de privarles incluso de sus cátedras si olvidaban esta advertencia. Y es que sabía nuestro autor disponer sus tesis con tanto rigor que se hizo acreedor de esta prerrogativa. Así, en cada tema, antepone unas nociones para mejor entender el estado de la cuestión, no rehuye la exposición de opiniones contrarias, declara su pensamiento y argumenta con tal cúmulo de pruebas que la conclusión se hace necesaria.
Y como la vigencia de su obra quedó esclarecida, entre algunos datos, por el número de ediciones en tan diversas ciudades españolas y europeas, digamos los supuestos filosóficos y teológicos para valorar su originalidad; advirtiendo que ser originales en filosofía se estima menos que la profundidad, o que la capacidad de síntesis y la claridad en la exposición de otras teorías vale tanto como la mera aportación de un nuevo punto de vista, si es que fuera posible encontrar el punto cero (de las influencias) en la afloración de cualquier idea. Queda explícita la ascendencia aristotélica, teniendo en cuenta también que, por su formación religiosa, trata los temas desde un ámbito cristiano, lo que supone una fidelidad al momento histórico que, todavía, era teocéntrico.
Nadie piense, sin embargo, que Rubio es un escueto expositor de las doctrinas que inspiran sus libros; por el contrario, critica en ocasiones a Aristóteles y también hace lo propio con Santo Tomás. Por eso no es exactamente cierto encuadrarlo entre los tomistas rigurosos; pues hay rasgos de independencia doctrinal en su obra que niegan un escolasticismo inflexible. Recuérdese que el tomismo de los dominicos es más «puro», y el de los jesuitas, en algunos puntos, no es del todo coincidente. Aunque, como es obvio, la Lógica Mexicana termina con el deseo de haber dado gloria a Dios, a su Santísima Madre y a Santo Tomás de Aquino*.
Sebastián Izquierdo
SEBASTIAN IZQUIERDO. Concluimos este ensayo sobre la historia del pensamiento en Albacete, y saltando ya a los principios del siglo XVII, con otra figura máxima en el terreno de la ciencia y que puede parangonarse con los pensadores europeos de más prestigio en aquella época. Sebastián Izquierdo nace también en Alcaraz, donde le bautizaron precisamente el día 29 de enero de 1601. Tal vez en esta misma ciudad tuvo sus primeros contactos con los jesuitas que, de forma definitiva, se establecieron en Alcaraz el año de 1617. Consta que se graduó en Artes por la Universidad de Alcalá y que ingresó en la Compañía el año 1623; pasando después, en su labor docente, por los colegios que regentaban los jesuitas en Murcia, Alcalá y Madrid. cuando residía en esta última villa, en el Colegio Imperial, fue nombrado Censor de la Inquisición, por lo que, como era costumbre, tuvo que demostrar su «limpieza de sangre y buenas costumbres», empezando por sus antepasados hasta llegar a su manera de comportarse siendo niño; así, y según los informes pertinentes, podemos imaginarnos a Izquierdo como «pacífico, quieto y apartado de ruydos, y escándalos». A la edad de sesenta años, y como asistente de España y de las Indias Occidentales, se traslada a Roma, donde murió en 1681.
Con el breve análisis anterior de tres comprovincianos nuestros del siglo XVI, hemos intentado dar señas suficientes del puesto y privilegio que tuvo España dentro del Renacimiento europeo. Con Sebastián Izquierdo, ahora, y ya inmersos en el ámbito del Racionalismo, queremos dejar constancia de la presencia y dignidad de nuestro país en el concierto de los nuevos métodos científicos que dominaban el saber del Siglo XVII. En efecto, el P. Izquierdo sigue fiel a esa línea no extinguida de la Escolástica renovada, pero, también, atento al quehacer filosófico de la modernidad (desde esa perspectiva intelectual que se ha llamado «escuela jesuítica») por lo que no podía ignorar los afanes de nuevos caminos en la investigación, enarbolados antes o después más allá de los Pirineos por figuras tan geniales como Descartes o Leibniz. Nuestro filósofo, entonces, teniendo en cuenta la lógica de Aristóteles, el Arte Magna, de Lulio, o el Organon, de Bacon, participa a su vez de esos intentos de perfeccionar el entendimiento humano, a través de una ciencia que sea universal precisamente por su procedimiento: el matemático.
Este anhelo de saber general lo encontramos en su obra filosófica más importante y cuyo título abreviado es Pharus Scientiarum. Como es obvio, no podemos reflejar aquí el amplio repertorio de temas que estudia el filósofo de Alcaraz en esta obra magna, dividida en varios tratados que se subdividen en cuestiones, proposiciones, hipótesis, etc.; aunque sí diremos que en esta obra hay una división de la ciencia que nos indica la convicción del P. Izquierdo de que todos los saberes pueden reducirse a uno de estos dos campos: o al de la física o al de la metafísica; entendiendo él que la ciencia física se refiere a las cosas en cuanto tienen su «ser» en el estado existencial, y la metafísica, por otra parte, a las cosas en cuanto tienen el «ser» en el ámbito quiditativo, sin tomar en cuenta la existencia. Afirmando, al mismo tiempo, que los principios de la física arrancan de la experiencia y los de la metafísica del entendimiento humano. Así, con estos supuestos mínimos, es fácil entender que, en la división general de la ciencia, la teología, por ejemplo, caiga en la esfera de la física y la música en la de la metafísica. Pero advirtiendo que esta división favorece también una distinción de campos entre la teología y la filosofía, por lo que la razón es más autónoma y lo sobrenatural más «real».
Antes de una somera valoración del pensamiento de Izquierdo, debemos señalar que también trata (y para no salirnos del marco estrictamente filosófico) cuestiones de teología natural, esto es, del estudio de Dios con independencia de toda revelación sobrenatural, apoyándose en experiencias vitales o en la sola luz de la razón; y, desde esta perspectiva, nos habla de la libertad o de las leyes, de la honestidad o de los vicios, desde la autoridad de las Sagradas Escrituras o de los filósofos, con doctrinas de los Santos Padres o con enseñanzas de la propia historia universal; aunque, como es obvio, distingue entre la moral teológica y la ciencia moral, separación que sirve de índice para mostrarnos a Sebastián Izquierdo como inmerso de lleno en el espíritu del siglo XVII que empezaba a edificar una nueva moral de convivencia secularizada.
También es de resaltar el nuevo punto de vista desde el que tenemos que contemplar la metafísica, a sabiendas, claro está, de que tanto el tomismo como Aristóteles tienen una presencia innegable en su pensamiento. Pero, recordando algunas divisiones -tan prolijas- que nuestro autor hace de la ciencia en general, observamos la preponderancia que dentro de la metafísica de a la matemática, dividiéndola en Aritmética, Geometría, Cosmografía, Música, Optica y Mecánica. Esto es, una manera indirecta de distanciarse discretamente del tratamiento que venía dándose a la Metafísica en la «filosofía perenne» que, puede decirse, llega hasta el Racionalismo; para adentrarse por los nuevos métodos (según los matemáticos) y en el campo científico más caro a los hombres de la modernidad que ya empezaban a matematizar todo lo real.
Digamos, finalmente, y aunque el P. Izquierdo no sea grande por eso, que con el intento de ofrecernos en su «Pharus» un modelo nuevo de ciencia universal (al modo que lo intentara Lulio) ha influido notoriamente en la lógica simbólica de nuestros días, y en autores de tanto relieve como Peano, Frege, Russell, etc. Su aspiración era conseguir conceptos universalísimos y, a partir de ellos, cuidando escrupulosamente el rigor de la demostración, evitar los errores de otros filósofos que no llegaron a construir una metafísica demostrativa*. No se había hecho, desde Sócrates, un esfuerzo tan genial para poner al alcance de la mano unos conceptos generalísimos que lleguen a explicarnos la realidad concreta; y a posibilitar la ciencia que, al fin, tiene que dar cuentas de nosotros.
Estos son los cuatro albacetenses espigados en dos momentos, como dos siglos, de nuestra historia. Dispuestos en orden cronológico, porque en importancia ninguno es el último, ni el segundo, ni el siguiente; cada uno, a la vista está, es el primero.
*Para mayores precisiones biográficas y doctrinales, ver mi libro «El bachiller Sabuco en la filosofía médica del Renacimiento español». Panadero, Albacete, 1976.
*Véase la obra Pedro Simón Abril, de Margherita Morreale, C.S.I.C., Madrid, 1949.
*Puede verse mi estudio La Lógica Mexicana del rodense Antonio Rubio. Rev. AL-BASIT, mayo, 1984. Instituto de Estudios Albacetenses.
*El mejor conocedor de Sebastián Izquierdo es José Luis Fuertes Herreros; véase su libro La lógica como fundamentación del arte general del saber en Sebastián Izquierdo. Ediciones Universidad de Salamanca e Instituto de Estudios Albacetenses. Salamanca, 1982.