Francisco Jareño en los ámbitos del eclecticismo. Por José Luis Morales , artículo publicado en el Boletín de Información «Cultural Albacete», marzo de 1986 (número 2)
Los grandes arquitectos españoles del neoclasicismo -Ventura Rodríguez como precursor, Juan de Villanueva, Hermosilla y Silvestre Pérez como elementos representativos- dejan una escuela que penetra dentro del siglo XIX y adscribe a este estilo los momentos más importantes de la primera mitad del ochocientos e incluso remontan ese límite, aunque apareciendo soluciones y motivos eclécticos.
Pocas veces resulta tan difícil como en este arte y momento la diferenciación de dos siglos. El tránsito es inapreciable y ni siquiera la guerra de la Independencia marca una separación en el gusto arquitectónico. Se explica esta continuidad porque, hasta las modernas escuelas derivadas de la técnica impuesta por la aplicación de los nuevos materiales, el neoclasicismo es el último estilo que con carácter integral y orgánico ha producido el arte europeo. A su triunfo y persistencia contribuyeron no sólo la nobleza específica de sus formas y la clase y racional belleza de sus ornamentos, sino su facilidad de adaptación a todas las destinaciones y a todas las magnitudes.
Pero fuera de algunas afortunadas pervivencias clasicistas -Congreso de Diputados, Biblioteca Nacional (de Jareño), Academia Española, etc. -, la arquitectura española de la segunda mitad de siglo se caracteriza por un confusionismo estilístico en los «neos» sin ninguna personalidad con aliento creador -si exceptuamos los nombres de Jareño y del marqués de Cubas-, en un tanteo de las épocas más dispares en las que sigue esquemas mal entendidos de franceses, ingleses y alemanes.
La afición arqueológica, un erudito nacionalismo y las inspiraciones desambientales en los momentos más exóticos crean unos edificios anclados arbitrariamente en cualquiera de los estilos artísticos del pasado, sin ambición consciente de «revival».
Es imposible imaginar una mayor falta de sentido orgánico y de consciente estilística que esta mezcla de motivos arquitectónicos separados a veces por siglos, y es lamentable que este desbarajuste temático coincida con la creación de la Escuela de Arquitectura de Madrid, en 1844, y en cuya primera generación estará Francisco Jareño y Alarcón.
Es cierto que el desconcierto proyectista no es peculiar de España y en toda Europa acuden los arquitectos a los estilos ya extinguidos. Pero es otro espíritu y otra conciencia lo que los anima, al mismo tiempo que la problemática constructiva y la visión «distanciada» es consciente fuera de nuestras fronteras, mientras que aquí, esa pluralidad de referencias estilísticas, carente de sentido histórico, se agrava con los caprichos de los propietarios de los inmuebles, a los cuales se plegaron con docilidad los constructores que en su mayoría carecían de verdadera entidad arquitectónica.
Son innumerables los fragmentos de alhambras de hierro colado y yesos aplicados que en estos años se construyen. Predominan, sobre todo en los edificios religiosos, los estilos románico y gótico, de pesada materia opaca y sin apenas aportación actualizada ni originalidad creativa. También el arte bizantino deja huellas importantes. Se componen los temas mudéjares toledanos, edificios de ladrillo triste. Y durante unos años, el nacionalismo nos llevará a un plateresco salmantino y toledano, ornamentado con torpes vaciados de cemento en la mayoría de las ocasiones.
Razones religiosas, motivadas por el Concilio Vaticano I, cuyas conclusiones tienen gran repercusión en la cristiandad europea, harán volver los ojos a las formas medievales como modelos de firmeza, robustez y severidad. Dos corrientes de ese neomedievalismo, al que tanto colabora la difusión del Dictionnaire raisonné de Viollet-le-Duc, pueden advertirse entre nosotros: por un lado, la adaptación del espíritu que animaba esas relaciones, trasplantándolo a los edificios del momento, y por otro, una transcripción literal de las formas medievales.
Pero el historicismo medieval llevaba en su germen el eclecticismo, un afán por conciliar los estilos que parecen mejores de todos los tiempos y escuelas. y esta combinación de elementos de origen diverso daría lugar finalmente al modernismo.
Al igual que los ilustrados del XVIII tenían conciencia de época, los forjadores de este movimiento también actúan con pleno conocimiento. Rada y Delgado, en 1882, se expresa en los siguientes términos: «al hombre de nuestro siglo parece no le baste lo presente. Avido de emociones, lleva al concurso de sus deseos, nunca saciados, lo moderno y lo antiguo, lo nacional y lo extranjero, el arte y la industria; y en su propósito de buscar la belleza en esta novedad, cuya unidad está sólo en el afán por lo bello que siente y no acierta a definir… es un eclecticismo inconsciente el de nuestra vida moderna, que sintetiza el único carácter que puede llamarse propio de nuestro siglo….el arte arquitectónico de nuestro siglo tiene que ser ecléctico confundiendo los elementos de todos los estilos».
Consecuencia paralela de la revolución industrial constituye en el siglo XIX el cambio substancial producido gradualmente en los medios constructivos, y, en particular, en lo concerniente al hierro, utilizado primeramente en la forma de hierro fundido, después en hierro forjado y, finalmente, en acero. En el edificio más importante de Jareño, la Biblioteca Nacional, el hierro estará presente en alguna de sus más importantes dependencias y patios.
Y esta utilización del hierro en la arquitectura nos llega a España de mano de los franceses. E incluso grandes figuras como Horeau y Eiffel, por medio de sus compañías, realizaron proyectos para nuestro país, tales como mercados, puentes y viaductos con destino al trazado de la red de ferrocarriles, cuyo principal impulso se desarrolla entre 1871 y 1873. La acogida a esta arquitectura del hierro no fue ni muchísimo menos unánime, pues mientras Castelar, consciente de la realidad, reconocía que el hierro «ha entrado como principal material de construcción en cuanto hanlo pedido así los progresos industriales; para recibir bajo grandes arcos las locomotoras, para cerrar el espacio de las grandes estaciones de ferrocarriles, para erigir esos inmensos bazares llamados Exposiciones Universales, no hay como el hierro, que ofrece mucha resistencia con poca materia, y el cristal que os guarda de las inclemencias del aire y os envía en su diafanidad la necesaria luz», ante la Academia de San Fernando, Rada y Delgado exponía en 1882 su desacuerdo desde premisas estéticas, en los siguientes extremos: «quiera Dios que el afán de lo práctico y de lo útil, haciendo olvidar la noción de lo bello, no haga exclamar algún día, recordando las grandes obras maestras de la arquitectura ante los palacios de hierro y cristal: esto matará a aquello, la industria matará al arte. Porque sería como decir que la materia había triunfado del espíritu, que la belleza había huído del mundo, esperando mejores días de reacción espiritualista».
La Escuela Oficial de Arquitectura de Madrid.
La necesidad de un cambio en la formación de los nuevos arquitectos, tanto por la utilización de nuevos materiales, el hierro, por ejemplo, como por la renovación técnica de los sistemas constructivos, tiene como resultado la creación de la Escuela de Arquitectura en 1844. Por otra parte, las clases de la Academia habían entrado en una profunda crisis, hasta el punto que dice Caveda.: «en breve plazo y con muy escaso trabajo, el albañil y el carpintero venían a conseguir el título de arquitecto». No obstante, la dependencia de San Fernando continuó durante más de veinte años, ya que la Academia debería sancionar los títulos.
En un primer momento los estudios, y según los planes, constaban de cuatro a seis años. A las primeras asignaturas básicas se fueron añadiendo Optica, Estudio de Hierro, Nociones de acústica, etc., al objeto de adecuar a los alumnos a la realidad contemporánea europea, además de la formación de una biblioteca puesta al día. Posteriormente, en 1857, se introdujo la enseñanza de Estética e Historia de la Arquitectura.
Los primeros profesores de la Escuela se corresponden con la última generación salida de la Academia y, hacia 1850, surge la primera promoción de arquitectos salida del Centro, conocida como «Generación de 1850», donde aparece incluido Francisco Jareño.
Francisco Jareño y Alarcón nace en Albacete el 24 de febrero de 1818. Muy joven, ingresa en el Seminario para seguir estudios eclesiásticos, permaneciendo por espacio de nueve años. En 1833 lo abandona e ingresa en la escuela Superior de Arquitectura de Madrid, donde obtiene el título en 1848. Tras la brillante conclusión de la carrera obtiene una pensión con la que viaja por diversos países europeos por espacio de cuatro años. A su vuelta y con nuevas ayudas económicas del Estado pasaría a Inglaterra y Alemania, regresando en 1855, fecha en la que obtiene una cátedra en la Escuela Superior y donde enseñaría Historia del Arte.
Al año siguiente corresponde su primera obra conocida, la Escuela Central de Agricultura de Aranjuez. Y a esta primera etapa conviene añadir su participación en la Exposición de Agricultura en la Montaña del Príncipe Pío (1857), el desaparecido edificio de la Remonta, entre el Manzanares y el Palacio Real -Madrid- y su colaboración con Mendívil en la Casa de la Moneda y Fábrica Nacional del Sello.
Este edificio, recientemente desaparecido, de acuerdo a la insensatez y estulticia de la política municipal en España en materia urbanística a lo largo de los siglos, se componía de dos pabellones aislados, elevados sobre una pequeña terraza y cuyos accesos se hacían por dos rampas y una escalera. De gran sencillez decorativa y de especial racionalismo, constaba cada uno de estos pabellones de tres plantas. En las fachadas que miraban a la calle Goya había una serie de pilares en la planta segunda que, como bien señala Navascués, hacía pensar en Schinkel y, concretamente, en las fachadas secundarias del Teatro de Berlín.
En realidad, el proyecto inicial correspondería a Nicomedes Mendívil, incorporándose posteriormente Jareño. De Mendívil poco se conoce. Tan sólo dos obras madrileñas que también han desaparecido, el número 6 de la calle de Recoletos y la de Caquirri en la plaza de Matute.
El 10 de junio de 1865, se aprobaban los proyectos de Jareño para la construcción de la Biblioteca Nacional o Palacio de Bibliotecas y Museos del Paseo de Recoletos, cuya primera piedra colocaba Isabel II en 1866, y cuyos planos nos hablan del soberbio e inusitado trabajo que el albaceteño había pensado.
No obstante, del planteamiento inicial tan sólo se realizó parte. Se trataba de una planta rectangular que se dividía, por medio de dos brazos en forma de cruz, en cuatro partes, dando lugar a cuatro patios, encontrándose en el centro la sala de lectura, de planta octogonal, que se iluminaba cenitalmente. Un cuerpo de luces, a manera de cimborrio, cubría todo el edifico, cerrándose en forma de cúpula ochavada. Diversas escaleras comunicaban la planta baja con el piso superior.
La influencia que en el ánimo de Jareño ejerciera su estancia alemana, y concretamente Schinckel, queda de manifiesto en la fachada principal, donde destacaba un pórtico central octástilo, con dos cuerpos, alternando el jónico y corinto y coronándose por frontón.
Los fondos con hornacinas, esculturas y ornamentación pictórica. Completaba la visión la impresionante cúpula que sobrepasaba el frontón.
Comenzadas las obras con gran impulso, se detenían una vez concluida la cimentación general. Sería ya bajo el reinado de don Alfonso XII cuando se volvería a trabajar con decisión de terminarlo en breve tiempo. En 1881 Jareño dejaba la dirección de la obra y era sustituido por José María Ortiz. Ya en la regencia de María Cristina y bajo la dirección de Antonio Ruiz Salces, ayudado por Emilio Boix, se inauguraba el edificio en 1892, aunque para este acto, y por no haberse pasado a materia definitiva las esculturas de Querol que decoran el frontón, se colocaron eventualmente de yeso.
Las innovaciones sufridas por el proyecto original durante la ejecución fueron considerables. Así, los patios interiores son de menor tamaño, introduciéndose el hierro en los llamados patio romano y patio árabe. Perdió brillantez la distribución general interior y la sala de lecturas quedaba de planta cuadrada. Aunque tal vez sea en la fachada principal donde se adviertan con mayor detalle estos cambios. Así, el pórtico jónico fue suprimido, disponiéndose un tripe hueco con arcos de medio punto, lo que contrasta considerablemente con la columnata alta y el frontón. También desaparecieron las pilastras que deberían separar los huecos de la planta de entrada, las hornacinas, esculturas, medallones y decoración pictórica.
Sí, en cambio, conviene destacar las dos magníficas escaleras en mármol, correspondientes a la Biblioteca Nacional y Museo Arqueológico, así como la introducción del hierro en patios y depósitos de libros. Y como bien señala Navascués, «magníficas son igualmente las gigantescas estanterías, también de hierro fundido, con más de siete pisos y unidas por escaleras y galerías, formando un conjunto único en nuestra península. De nuevo se repiten aquí formas arquitectónicas, columnas y capiteles corintios. Las galerías llevan unas barandillas muy ligeras, con el clásico tema neogriego del rectángulo cruzado por un aspa y una cruz. En nada desmerece nuestra Biblioteca Nacional, en este aspecto, de la que en París levantara Labrouste».
También en esta línea de inspiración germánica, de carácter neogriego, con fórmulas de gran severidad, realizó Jareño el edificio del Tribunal de Cuentas del Reino, en la calle Fuencarral de Madrid (1863). En la actualidad muestra diversas reformas y rectificaciones, como el añadido de un piso.
No obstante, la evolución de Jareño se deja sentir en la Escuela de Veterinaria (1877) y, sobre todo, en el Hospital del Niño Jesús, donde las corrientes neomedievalistas triunfan en una versión hispánica, lo neomudejar.
El Hospital del Niño Jesús, inaugurado el 14 de diciembre de 1881 -aunque no fue concluido hasta 1855-, lo realizó el albaceteño por encargo de la duquesa de Santoña que era a la sazón presidenta de la Asociación Nacional para la Fundación y Sostenimiento de los Hospitales de Niños. El reconocimiento internacional a este proyecto se resume en los premios obtenidos: medallas de oro en las Exposiciones de Amberes (1886), París (1886), Londres (1887), Viena (1887) y Barcelona (1888).
El eclecticismo del momento hace que Jareño vuelva a los antiguos cánones clásicos y en esta línea lleva a cabo el actual instituto «Cardenal Cisneros», en la madrileñísima calle de los Reyes (1881). Nuestro arquitecto desarrollo una intensa labor constructora, en cuyo catálogo puede señalarse una serie de obras menores entre las que debe destacarse las escalinatas del Observatorio y Museo de Pintura (1879), restauración de la Casa de los Lujanes, decoración del anfiteatro del Colegio de San Carlos, etc.
Finalmente señalaremos, como obras suyas, la plaza de toros de Toledo y las fachadas de la catedral y teatro de Las Palmas.
Francisco Jareño fue director de la Escuela de Arquitectos (1874-75), miembro de número de la Real Academia de San Fernando (1867) -en cuyo sillón le sucedió Repullés-, Caballero de la Real Orden de Carlos III (1858), comendador ordinario de la misma orden (1865), Cruz e la Corona Real de Prusia, etc.
La figura de Jareño, pues, se encuentra en el enclave de un cambio importante, la transición que supone el cambio de estudios de la Real Academia de San Fernando a la Escuela de Arquitectura.
En realidad, y en un primer momento, no se produce la ruptura, ya que los profesores de la Escuela vienen a ser hombres formados profesionalmente en el antiguo sistema de San Fernando y lo mismo ocurre con sus primeros directores, Inclán Valdés, Colomer y Alvarez Bouquel, quienes además supieron mantener el fuego sagrado del «antiguo régimen» desde sus cátedras, cuya influencia en los supuestos estéticos del nuevo centro era fundamental, al impartir las disciplinas más adecuadas para estos fines, influyendo considerablemente en el gusto e impidiendo la evolución necesaria y perseguida en los mismos fines de la creación del Centro. Y así, asignaturas como Teorías Generales de Arte y de la Decoración, Proyectos e Historia de la Arquitectura y Teoría general de la Construcción, eran pilares básicos para la configuración de la mentalidad de los alumnos. Y como bien precisa Navascués, «Teniendo en cuenta que, mientras explicaban estas teorías, en la práctica se levantaban el palacio del marqués de Salamanca, el del banquero Gaviria, el Banco de Fomento y otros por el estilo, es fácil adivinar el terreno en el que se iban a mover las primeras promociones de arquitectos. De todos los maestros con que contaba la Escuela, Colomer era el que debía de gozar de mayor prestigio, y su influjo en hombres como Gándara, Jareño y Cubas iba a ser grande, al menos inicialmente».
Y así, un influjo italianizante, concretamente renacentista, con fuerte presencia del cuatrocentismo boloñés, va a servir de base en la formación de Jareño, lo que al mismo tiempo, y tras sus juveniles viajes por Inglaterra y sobre todo por Alemania, le llevará a buscar modelos historicistas, encontrando el llamado estilo neogriego manteniendo por Schinckel -cuya huella encontramos en la fachada de la Biblioteca Nacional, sobre todo en el proyecto donde se señala marcadamente el pórtico central octástico con dos cuerpos, jónico el bajo y corinto el alto, y rematando por un airoso y espectacular frontón.
Al mismo tiempo, y fruto sin duda de esa preocupación historicista, los arquitectos de esta generación, con Jareño a la cabeza, tratarán de buscar en los elementos y constantes autóctonas inspiración para sus obras. la huella musulmana no podía estar ausente, como tampoco el caudal tipológico de las diferentes versiones de «lo mudéjar» en algunas regiones. Y así, el exotismo musulmán aparece muy pronto y de la mano del propio Jareño. El motivo será la exposición celebrada en Madrid, en octubre de 1857, referente a Agricultura, donde se erige un «pabellón arábigo» -«Exposición de Agricultura», en «El Museo Universal», núm. 19, 15 de octubre de 1857, pág. 147-. Este pabellón de planta rectangular se ensanchaba algo en los extremos. «Tenía entrada única, consistente en una arquería de tres huecos con arcos de herradura apuntados, si bien iba rematada por un arco que nada tenía de oriental. El resto de la fachada se decoraba con arcos gemelos bajo un tercero, todos ellos lobulados y ciegos».
Esta tendencia arabista, de la que como vemos Jareño fue pionero, caló pronto en los órganos oficialistas, como la propia Academia de San Fernando, y en las comisiones de las exposiciones universales, hasta el punto que llega a identificarse esas raíces con lo español. De esta forma, al cabo del tiempo, nos encontraremos con nuestra representación en la Exposición Internacional de Amberes de 1885, donde el arquitecto Grube lleva a cabo, como obra significativa de la tradición de nuestro arte, una verdadera arquitectura de las mil y una noches, con profusión decorativa de mozárabes.
Esta estética entraría incluso en las mansiones burguesas y, así, en la Academia, Francisco Enríquez y Ferrer en 1859 habla de la «Originalidad de la arquitectura árabe», mientras el poeta Gustavo Adolfo Bécquer, en un artículo titulado «Revista de Salones» -«El Contemporáneo, 2,II, 1864- decía: «En casa de los señores de Lassala cada gabinete es un bijou, y especialmente el gabinete árabe que es verdaderamente delicioso».
En lo que se refiere al neomudejarismo ya vimos que Jareño lleva a cabo, partiendo de este estilo, el Hospital del Niño Jesús. Partiendo del mudéjar toledano, la difusión del «revival» se produce en la capital de España e, independientemente de lo que supone el esfuerzo historicista, su rápida difusión se debe al bajo costo y rapidez de su construcción, teniendo como material base el ladrillo, que al mismo tiempo que se convertía en elemento constructivo pasaba con el repertorio temático ornamental de lo mudéjar a elemento decorativo.
Por último, y en lo que se refiere al eclecticismo, otra vez encontramos a Jareño como pionero en su Escuela de Veterinaria de Madrid, acorde con los planteamientos analíticos de Rada y Delgado, expuestos en la Academia en 1882, donde entre otras cosas decía: «El arte arquitectónico de nuestro siglo tiene que ser ecléctico, confundiendo los elementos de todos los estilos para producir composiciones híbridas, en que no se encuentra un pensamiento generador y dominante». Añadiendo, «Ecléctico también puede ser el arte, aun mezclando en un solo edificio elementos de estilos diversos; pero en saber combinarlos de modo que resulte un todo homogéneo y armónico está el secreto, que sólo al verdadero talento artístico es dado penetrar. El eclecticismo, pues, así entendido forma en nuestro juicio la nota característica de la arquitectura de nuestra época, sin que esto sea obstáculo para que pueda formarse andando el tiempo y pasando el período de transición que atravesamos, un estilo propio, con peculiares caracteres de originalidad».
Jareño, de esta forma, aparece en el panorama de la segunda mitad de la centuria del Ochocientos, como un elemento absolutamente válido, que va evolucionando a través de los sucesos de índole formal, de las circunstancias políticas y de los cambios sociales que se producen en la realidad española, con la permanencia de un pensamiento ilustrado, que se hace anacrónico frente al decisivo avance de la revolución ideológica e industrial que anima a Europa, y desde la que sus reflejos nos llegan tamizados por la abulia de la centuria y las guerras civiles que detendrán el ritmo de nuestra sociedad.
El profundo conocimiento profesional que animó siempre a este artífice, el interés por la valoración de los materiales, la modernidad que alentó constantemente su búsqueda de expresiones acordes a su difícil momento, y la problemática apuntada en que se desarrollo su obra y se proyectó su personalidad, hacen de Jareño una figura clave en nuestro siglo XIX, digna de estudio y merecedora de un minucioso análisis de su condición y significación entre la mediocridad reinante.
En realidad, la bibliografía existente sobre este arquitecto, es exigua, esperando esa monografía a la que antes nos referíamos. Así, y como fuentes, puede señalarse el discurso de entrada en la Academia de San Fernando del arquitecto Enrique Repulles y Vargas, que sucede en el sillón a Jareño, pronunciado el 24 de mayo de 1896 y donde a propósito del elogio obligado a su antecesor, traza una estimable semblanza. También el trabajo inédito publicado en La Ilustración Española y Americana sobre «Estado actual de las obras del edificio de Bibliotecas y Museos -30 de mayo de 1891, pág. 341-; trabajo de A.L.A., «palacio de Bibliotecas y Museos» en Resumen de Arquitectura -junio, 1893- así como el de Enrique Serrano Fatigati, «Portadas artísticas de monumentos españoles…Portadas posteriores a 1800» en Boletín de la Sociedad Española de Excursiones -t. XX, 1907, págs. 226-241-. Y ya en nuestro tiempo, el capítulo dedicado por Pedro Navascués y de Palacio en Arquitectura y Arquitectos madrileños del siglo XIX -Instituto de Estudios Madrileños, Madrid, 1973.
El propio Jareño cuenta además con una serie de escritos e informes que sirven perfectamente para entender sus esquemas constructivos y estéticos, y cuyos títulos y referencias interesa recoger aquí para ayudar a darnos cuenta de la labor teórica de este arquitecto y también para orientación de futuros estudiosos. Así Proyecto de reparación de la Torre del Reloj de la iglesia catedral de Toledo -Boletín Academia de San Fernando, 1887, 47-; Proyecto de obras de reedificación y terminación del edificio llamado «El Casón» -ídem, 1887,85,-; Ruinas romanas de Navatejera, León -ídem, 1888, 210-; Proyecto adicional para la terminación de las obras en la iglesia y claustros de San Pedro el Viejo, Huesca -ídem, 1888,250-; Proyecto para la construcción del templo llamado de los Mártires o Santa Engracia de Zaragoza -ídem, 1888, 276-; Edificio para la Facultad de Medicina y Ciencias de Zaragoza -ídem, 1888,304-; Presupuesto de las obras necesarias para habilitación de un patio de recreo en el Colegio de Sordomudos de Madrid -ídem, 1889,75-; Proyecto de ampliación de la Universidad de Zaragoza -ídem. 1889,202-; Obras de reparación de la biblioteca universitaria del Instituto de San Isidro -ídem, 1889,209-; Proyecto de edificio para la Real Academia Española -ídem, 1889,2117-; Proyecto de ampliación de la Universidad de Santiago -ídem, 1889,243-; Alcázar de Segovia -ídem, 1890,88.