La formación del «núcleo histórico» en la ciudad de Albacete. Por Miguel Panadero Moya, artículo publicado en el Boletín de Información «Cultural Albacete», junio de 1984 (número 6)

Albacete, en 1984; una ciudad de dimensiones medias, emplazada en la submeseta meridional española, situada a mitad del camino entre Madrid y la franja más árida de la costa mediterránea. Su existencia, su forma urbana e incluso su organización interna es una consecuencia de las relaciones que los albacetenses han desarrollado históricamente con el medio económico subregional, dentro del proceso cultural propia de cada época.

Albacete es una ciudad que, como otras tantas de su mismo entorno geográfico, nació determinada espacialmente por unos factores bien conocidos: en primer lugar, la ubicación en una ruta de frecuente y obligado tránsito, abierta con ello al influjo de las innovaciones culturales vehiculadas mediante las actividades comerciales y políticas que circularon por su camino; en segundo lugar, su construcción y desarrollo ha sido, en cada momento, producto de las capacidades económicas de una extensa comarca natural especializada en la cerealicultura y en otras actividades agropecuarias, principalmente.

Hoy, una mirada a la morfología y estructura de la ciudad actual permite reconocer en la complejidad de su paisaje urbano, en su sorprendente heterogeneidad, la violencia de unos contrastes introducidos, con el paso del tiempo, en la traza de su viario y de sus edificaciones.

Y es interesante comprobar que tantas cicatrices, recreaciones y nuevas obras responden a su «argumento», tienen su explicación y nuestro alcance; con él, la ciudad conserva su memoria.

¿CÓMO Y DÓNDE NACIÓ ALBACETE?

El establecimiento inicial y el desarrollo posterior de Albacete resulta de un dilatado proceso que responde a determinada suerte de poligenismo. La opinión más generalizada propone que el primer establecimiento se había inaugurado con una función militar, subordinada a la situación con una comarca que tiene el carácter de encrucijada. Después de otras alternativas históricas, las ventajas derivadas de la posición en una vía de tránsito permitirán que la ciudad afiance su protagonismo en la comarca durante el acceso de la burguesía a la dirección de la Historia; que crezca y se especialice como lugar central a la medida de las posibilidades y requerimientos de su entorno regional, apoyándose hasta nuestros días en las funciones administrativa y comercial.

Pero no ha sido la militar la única función, ni siquiera la más dominante. Durante varios siglos la villa cobijaba a una población eminentemente rural, dedicada a actividades agropecuarias y artesanales. Estas actividades dejaron también su huella sobre el suelo urbano, en el trazado de calles estrechas, con edificaciones irregularmente alineadas y desordenadas. Posteriormente, la capitalidad administrativa forzó las reformas internas precisas para proporcionar al caserío aspecto de ciudad. Todas estas situaciones, en una adición de siglos, se resumen en el plano actual. En él, retoques y rectificaciones más modernos apenas las ocultan, por lo que siguen manifestándose claramente al analizar, en el estudio del plano de la ciudad y su estructura, la disposición de sus unidades constitutivas esenciales.

Sigamos las etapas de su formación.

LA CIUDAD «ANTIGUA»

La ciudad medieval

En Albacete, como sucede en la mayoría de las ciudades mediterráneas, el «núcleo histórico» conserva las huellas de muchas generaciones. Y también, como en otras tantas ciudades, éste parece tener su origen en la función militar y en la de mercado. el proceso de desarrollo de Albacete podría haber comenzado con las fases siguientes:

  • Una fortaleza militar, que daría amparo a algunas familias de agricultores, aparece denominada por distintos historiadores locales como Villavieja, Villacercada y Villacerrada (el mismo topónimo que utiliza la urbanización que hoy ocupa su solar). Es la zona urbana que ha llegado hasta nosotros con el sugerente nombre de Alto de la Villa. Aunque ningún resto de aquella época podía identificarse entre los edificios míseros que hasta ahora habían subsistido, su primera ocupación puede remontarse al siglo IX. Quedaba, no obstante, sobre el plano, la huella del trazado primitivo, una elipse característica limitada por un circuito de calles que circunvalaba al pequeño promontorio (algunas de éstas, hoy lamentablemente desaparecidas –Marqués de Villena, La Estrella, La Luna, etc.–, pero otras, aún presentes en el viario –Las Carnicerías, La Caba–).
  • Si este conjunto es el primer establecimiento permanente de Albacete no debió sufrir modificaciones importantes a lo largo de toda la alta Edad Media. A partir del siglo XIV, con la elevación de Albacete a la categoría de villa y el incremento del número de vecinos, el caserío consolidaría su expansión fuera del recinto inicial, por el Norte y por el Este.
    Esta ha sido la explicación tradicional. Sin embargo, recientes estudios han permitido presentar la hipótesis de una ocupación anterior a la del Alto de la Villa, en otro punto del núcleo histórico, en las inmediaciones de la actual Plaza de las Carretas, en la esquina que se ha llegado a conocer como «Plaza del Cuartel». Aquí estaría ubicado un «castillo viejo» (¿pudo estarlo también en el «cerrillo que ahora ocupa la iglesia catedral?), cuando a mediados del siglo XIII, según se explica en los textos de historia local, sucumbiera al avance de la reconquista cristiana una fortificación así citada.

Durante algún tiempo después, la «alquería» pudo ser tierra de nadie, insegura y mal cultivada, hasta que la actividad repobladora de los Manuel daría lugar al nacimiento de esa otra «villa nueva» a la que las investigaciones de Pretel identifican con Villacerrada.

En cualquier caso, los vestigios de esta ciudad medieval que aún persisten son antes que arquitectónicos, estructurales, y se manifiestan sólo en el plano de la ciudad.

¿Respondería el caserío de la pequeña Al-basit al modelo propio de los primitivos poblados hispanomusulmanes de los siglos IX y X? Era aventurado identificar en la trama urbana más reciente lo que sería su núcleo central, una «medina» rodeada de muros, donde se ubicarían las edificaciones principales, el mercado y las calles comerciales; sin embargo, la forma y las funciones del antiguo recinto de Villacerrada presentaban una sorprendente analogía con aquellos mismos caracteres que son propios del modelo. La hipótesis resulta aún más atrayente cuando se anotan y describen en éste la existencia de ciertos barrios especializados, de los arrabales anejos, a extramuros, en los que la población se agrupa de acuerdo con sus oficios, y volvemos a hallar en el núcleo histórico de Albacete, precisamente en la posición que en el modelo se le asigna, la huella de tales supuestos vestigios, tanto en la toponimia (calles de Albarderos, de Zapateros, de Boticarios, de Sombreros, etc.), como en la estructura del viario (calles de trazado sinuoso, en el entorno del ¿arrabal? situado alrededor de la Plaza de las Carretas, maraña de callejas angostas, que se quiebran a cada tramo –callejón de los Gatos, de las Peñicas, etc.–, con tramos ciegos y casas de vecindad cuya estructura modifica la disposición del adarbe musulmán, al que todavía hoy parece reproducir). ¿No son todos estos testimonios indicio de la supervivencia de una organización urbana de origen hispanomusulmán?.

Por encima de esta primitiva forma se inscribieron las sucesivas transformaciones sufridas por la ciudad, incluida la introducida por una repoblación que al modificar la estructura, adaptándola a nuevas funciones y pautas culturales, hacen desaparecer testimonios materiales y la propia memoria histórica para señalar su indudable origen hispanomusulmán.

La ciudad de la reconquista cristiana

Las exigencias de la función que justifica el nacimiento de una ciudad determinan la posición en que ha de producirse su asentamiento; la función militar del llano, como frontera, condicionó el primer establecimiento permanente de Albacete durante la España medieval, al parecer como lugar de vigía y alerta para la población del castillo de Chinchilla.

El emplazamiento se eligió en una breve prominencia de la llanura, alcor aislado que se asomaba a los terrenos encharcados de su base. Desde el montículo se podría responder eficientemente a las exigencias de la función militar, y allí se encontró el emplazamiento.

Las minúsculas colinas adquirieron así cierto valor en el llano de dilatado horizonte. El pequeño agrupamiento protegido por la fortificación sería el germen y embrión de la ciudad actual que, abdicando de la función militar que le vio nacer, basaría su desarrollo posterior en otras funciones, derivadas de la situación estratégica que disfrutaba.

De esta forma se produjo la repoblación del territorio. Y con la repoblación de éste, la estructura urbana de Albacete se manifiesta renovada, con los rasgos propios de una villa caminera; su plano, el del Alto de la Villa, es ahora análogo al de otras antiguas ciudades itinerarias –como Vitoria, por ejemplo– de disposición longitudinal, según al dirección de la villa.

Se pueden identificar así dos estructuras diferenciadas: a) la ciudad hispanomusulmana, en la «Cuesta» de las Carreteras, de trazado irregular y, probablemente, especializada en actividades agropecuarias; y b) la ciudad de la repoblación cristiana, en el Alto de la Villa, de trazado regular, orientada según el eje del camino principal, y especializada en funciones artesanales y de mercado.

Concluido el siglo XVI, que parece haber representado un momento de recesión económica, demográfica y política en el contexto regional, las perspectivas comienzan a cambiar a partir del siglo XVII, consolidándose una indudable expansión a finales de este siglo y comienzos del siguiente. El crecimiento se manifiesta en las «reformas urbanas» de que se tiene noticia. Las aportaciones de Pretel al conocimiento de esta etapa de la historia local son concluyentes en este sentido. Refiere la apertura de una «Plaza Nueva» (que identifica con la Plaza Mayor actual, correctamente) en la «Villa Nueva» y la demolición de los soportales de una «Plaza Vieja» (¿la antigua Plaza del Pozo de la Nieve, de Villacerrada?) en el interior de la Villa Nueva, antes citada. Aporta el testimonio de que todo el recinto fue fortificado entonces con una barbacana accesible por la puerta de la Plaza y por varios «espolones» abiertos hacia el exterior.

Así, pues, el caserío crecía. Las actividades económicas se muestran pujantes. En la estructura urbana, el centro de la villa se desplaza desde los recintos fortificados, desde las pequeñas elevaciones, descendiendo a las vegas, desparramándose el caserío hasta las huertas. La vida social se polarizará, a partir del siglo XVI, en el entorno de la nueva Plaza Mayor, donde están el Ayuntamiento, la cárcel, la lonja…

Esta Plaza Mayor de Albacete, marco para la vida social, estuvo delimitada por un espacio rectangular, en pendiente, con sus lados menores apoyados en el interior del Alto de la Villa y en la embocadura de las calles Mayor y Zapateros. Esta disposición contrasta con la que ha perdurado hasta nuestros días, después de algunas transformaciones,

En esta etapa de su historia, «cal y canto», «tapia con costra de cal y arena» y «muro de tierra de obra parda», eran el soporte y cerramiento de las edificaciones de Albacete, con carácter general. La pobreza de los materiales de construcción exist4ntes en el llano justifica en gran medida la pérdida de restos arquitectónicos de la época. Solamente cuando algunos edificios religiosos o civiles se sirvan, totalmente o en parte, de sillería (iglesia de San Juan, antigua Posada del Rosario, etc.), reflejando en su morfología los estilos constructivos del momento, podrán resistir la erosión del tiempo y perdurar hasta hoy.

Pero desde ahora corresponde a las instituciones eclesiásticas el papel principal en la reordenación de la ciudad. Y ésta es una nueva época para la ciudad histórica.

La ciudad «conventual»

La historia general del urbanismo refiere que las ampliaciones del conjunto edificado e incluso la morfología urbana propia de este siglo XVI se producen en consonancia con el progresivo acrecentamiento del poder espiritual –y político– de las instituciones eclesiásticas. Se califica a esta centuria del 1500, con referencia a España, y de manera muy significativa, como el «siglo de los conventos». Su presencia en Albacete es fácilmente detectable y su posición también.

Todo el sector urbano situado al norte del Alto de la Villa (la Villa Nueva) y del arrabal de las Carretas (la Cuesta) se edifica ahora. La iglesia parroquial mejora su fábrica; algunos recintos conventuales pasan a ocupar terrenos y se construyen para ellos buenos edificios: conventos de San Francisco y de la Encarnación de monjas Franciscanas, Justinianas, comunidad de San Agustín, el hospital de San Julián, y, más tarde, la iglesia de la Compañía… Se crea así, también en Albacete, un nuevo tipo de ciudad, desconocida en épocas anteriores y característica del urbanismo español, la «ciudad conventual», la ciudad del Renacimiento y de su prolongación, en el Barroco posterior. Junto a ella, las casas-palacio de los miembros más destacados del primer estado irán rellenando durante todo el período, hasta finales del siglo XVIII, los espacios vacíos del interior.

Y aunque no pueda hablarse de un proceso de expansión urbana durante los cambios que coinciden cronológicamente con el impulso renacentista, la vida se desborda desde los recintos medievales cerrados  y las ciudades se abren hacia las huertas y en el sentido de los arrabales. Capel ha señalado que en este proceso de apertura la proliferación de edificios religiosos influye considerablemente en la configuración del espacio urbano. Estos edificios actúan como foco de atracción, organizando a su alrededor calles y barrios enteros, sirviendo como elementos referenciales que se incorporan a la toponimia: plazas de San Juan, de la Parroquia y del Hospital, calles del Cura, del Padre Romano, de San Julián, de San Agustín, de las Monjas, de San Francisco, de la Concepción…

Se asiste así a la penetración e instauración de instituciones religiosas que se distribuyen por el sector norte del núcleo histórico: convento de San Francisco, en 1485; comunidad religiosa femenina franciscana, en la calle de las Monjas, en 1523; la iglesia convento de San Agustín, en la calle de su nombre, bendecida en 1579; las monjas Justinianas o de la Madre de Dios, junto al altozano, en 1583. Estos establecimientos generan un proceso de urbanización que está integrado no sólo por los edificios conventuales, aunque éstos constituyen el elemento fundamental, sino también por el aprovechamiento de los terrenos colindantes, que les eran concedidos para proceder a la edificación de casas, para su alquiler posterior a particulares. La apropiación de casas, unas veces edificadas en terrenos contiguos a los conventos, en otras alejados, como se verificará por las convocatorias de subastas de bienes eclesiásticos desamortizados, más adelante, confirman su papel urbanístico.

Esta «ciudad conventual», por último, registra una enorme expansión del poder del clero secular, que se convierte en principal propietario de fincas urbanas y casas-vivienda: hasta 18 casas pertenecientes al clero secular fueron subastadas en Albacete, en el proceso desamortizador del siglo XIX, más del 50 por 100 de las fincas urbanas procedentes de bienes eclesiásticos. La mayor parte de estas casas se hallaban en esta zona norte de la ciudad, en las calles anejas a la parroquia (del Cura, del Padre Romano, del Carmen, Plazas del Hospital y de San Juan, etc.).

La ciudad del Barroco

Se considera al siglo XVII como una etapa de ampliación y de consolidación del proceso urbanizador iniciado en torno al siglo XVI.

Todavía durante este siglo se instla un nuevo convento en Albacete, el de los Llanos, de la Orden de San Francisco, en 1672. Pero la dinámica fundamental se aplica a la consolidación de los que ya existen y a la expansión del espacio urbano desamortizado, al que se incorporan nuevos edificios, como la ermia de San José del gremio de carpinteros, de 1608. La ciudad aparece punteada de numerosas construcciones de este tipo: ermitas de Santa Quiteria, del Carmen, de la Concepción, de San Antonio Abad, que también se dispersan por las huertas extramuros (Santa Cruz, San Jorge, Santo Sepulcro, del Rosario, y aún más lejos –Santa Ana y San Pedro de Matilla–), que configuran la morfología urbana de la villa de esta época, a la vez que las donaciones, legados, memorias, etc., alcanzan su más alto nivel. Este siglo es el «siglo de los censos», como ha advertido Pérez Picazo.

Cuando comienza el siglo XVIII aparece una última fase del proceso de deterioro urbano; aunque ahora lo hace enmarcado dentro de una etapa de expansión económica, en el entorno regional, que revertirá en cambios urbanísticos. García y Bellido han advertido que esta expansión económica contribuirá a que afloren las contradicciones que se habían generado con «un urbanismo que aherrojaba a la ciudad» tanto por la abundancia de estos edificios eclesiales o conventuales y sus anexos como por las limitaciones que imponía su misma presencia.

Y concluye que si a esto se une la persistencia de los recintos murados, la generalización de la casa-vivienda baja y familiar, predominantemente, etc., se explica su desenlace: la crisis de un modelo de urbanismo que se había desarrollado durante tres siglos, y que ahora, cuando se inaugure una era de revoluciones (técnica, industrial, agrícola, demográfica, urbana…) en Europa manifestará su esclerosis e impotencia para acomodarse a los nuevos tiempos.

En Albacete, mientras tanto, dentro de este cuadro de época, el clero, beneficiándose de la riqueza general como gran propietario y rentista, podrá realizar restauraciones de iglesias y otros edificios, en estilo barroco, como la decoración y bóvedas de la parroquia de San Juan, diseñadas por Gregorio Díaz Palacios en 1690. Esta y otras obras, especialmente los retablos de varios templos, confirman el auge económico y religioso de la época y explican su aportación a la morfología urbana.

Lamentablemente, son escasos los testimonios materiales de edificios civiles de la ciudad del barroco que se han conservado. Algunas fachadas, como las de las casas «de los Picos» –de fines del XVI o principios del XVII–, o la de Perona –en la calle de la Feria–, así como un grupo de edificios blasonados que se localizaban en las calles Mayor y del Rosario (encrucijada que constituye el nuevo centro del prestigio social ya en el siglo XVIII, desplazado así hacia el Este y definiendo una tendencia que se consolidará definitivamente en el siglo XIX), ponen de manifiesto el afán de monumentalidad que anima a las pautas constructivas. Las nuevas ideas se manifiestan también a través de los proyectos «ilustrados» de regeneración de desarrollo económico, como las propuestas de desecación de las aguas estancadas y la potenciación de la feria anual; y en la plantación de alamedas y paseos que ya aparecerán cartografiados en los dibujos del primer edificio ferial.

Es esta construcción el único conjunto disponible dentro de la morfología urbana que obedece al gusto del barroco, y que se ha mantenido hasta hoy.
La moda propugnaba la construcción de grandes conjuntos con arreglo a un orden «unitario y magnífico», adornados de alamedas y paseos para disfrute de los ciudadanos. Con arreglo a este modelo de difusión mundial se levantó el primer recinto ferial, haciendo uso de los pobres materiales de construcción autóctonos. El conjunto, diseñaldo en 1783 por el arquitecto José Jimenez y construido según el espíritu de aquella época, vería renovarse su eestructura en las siguientes, aunque de forma respetuosa con el modelo inicial generalmente, con adiciones y reformas.

Con todo, tampoco hasta ahora podrá hablarse de crecimiento sensible deAlbacete. Solamente hemos asistido a importantes cambios en la estructura y la morfología de la ciudad medieval originaria, y a su adaptación al medio económico y a las pautas culturales de los siglos últimos, del XVI al XVII, según los esquemas funcionales propios del «Antiguo Régimen». De esta manera, Albacete entraría en el siglo XIX, en el «nuevo régimen», constreñido en el mismo espacio físico; prácticamente con el diseño del núcleo urbano constituido a fines de la Edad Media. Pero ahora, esta que va a nacer será ya otra ciudad distinta; será la ciudad moderna.

LA CIUDAD MODERNA

Los fundamentos de la ciudad moderna

El modelo europeo de ciudad «moderna» había surgido durante la «revolución industrial»; con este proceso la nueva ciudad se manifestaba con caracteres distintos de los sistemas urbanos anteriores. El antecedente más inmediato de esta ciudad distinta es aquella que se organiza a partir de la movilización de capitales producto de las actividades de intercambio y comercio. En Albacete, las ventajas se derivan de la situación geográfica y se consolidan con la aparición del ferrocarril. La ciudad moderna procurará utilizar para su formalización cuantas medidas le ayuden a usufructuar tales beneficios; así,  el espacio urbano definido por esta ciudad moderna, revela toda la complejidad del nuevo sistema social, en su estructura y sus formas más aprehensibles.

Segura Artero, al sistematizar el proceso desamortizador del entorno regional próximo, formula unas consideraciones generales muy válidas para comprender también el cambio urbano de Albacete.

La configuración de la ciudad de finales del XVIII obstaculizaba las transformaciones que en el nuevo siglo demandaba el crecimiento de la población. Estos obstáculos respondían a un sistema de organización del espacio, característico de la ciudad del antiguo régimen, tipificado, como se explicó, por la persistencia de los recintos murados; la gran cantidad de suelo ocupado por los grandes y pequeños edificios religiosos y civiles, con sus huertos anejos; la amortización de una buena parte del espacio urbano, edificios y casas vinculadas a instituciones religiosas y civiles o a mayorazgos y censos; y el predominio de viviendas unifamiliares, de labradores o de artesanos, en las que se hallaba también el taller.

Desde la aparición de la crisis de este modelo, hasta el primer tercero del siglo XIX se había agravado en proceso de deterioro, incluso de ruina, del caserío, tanto por causa de la guerra o de calamidades naturales como por la incapacidad del sistema para regenerar el espacio urbano.

Sin embargo, asistimos a un proceso de cambio, largo y complejo, que se inicia en el segundo tercio del siglo XIX y que, al eliminar aquellos obstáculos, abrirá el camino a un nuevo modelo urbano.

De acuerdo con la filosofía política dominante, se pretende instituir el derecho de propiedad plena y libre, y la eliminación de la vinculación y de las demás limitaciones del complicado sistema posesorio feudal. Se establece la plena libertad de edificar y la de alquileres, reconocida por la Ley de 9 de abril de 1842, medidas que estimularán la construcción. La escena material para aplicar tales principios la proporcionará la desamortización eclesiástica y civil, de la que se seguirá el libre funcionamiento de amplios espacios urbanos en el interior de la ciudad, requisito necesario para la puesta en marcha del nuevo modelo. De acuerdo con este esquema, también en Albacete se distinguen tres fases en las reformas urbanísticas del siglo XIX:

    1. La remodelación de la trama varia y el «ensanche interior», que se produce en torno a los años centrales del siglo.
    2. El comienzo de los «ensanches», que requieren una demanda y un proceso de acumulación mayor, y que, aunque se inician en el sector septentrional, contiguo a la «ciudad convencional» anterior, retrasará sus manifestaciones más expresivas hasta el siglo siguiente:
    3. La dotación de servicios complementarios –aguas, alumbrado, limpieza, etc.–, que serán casi primitivos durante la mayor parte de este siglo. Los cambios decisivos sólo vendrán cuando la ciudad se haya convertido en un centro importante de acumulación de capital, y esto llegará a Albacete después de 1900.

Las realizaciones del período isabelino, hasta 1868, consistirán en el diseño de manzanas rectangulares — calles del Muelle, de Salamanca, del Bosque, del progreso–, alineaciones de calles del interior que se mantienen con dimensiones estrechas –Gaona, mayor, etc.,– y una arquitectura de fino dibujo que gusta de miradores… Cuando comiencen a realizarse las pequeñas rectificaciones del viario, aunque éste no tiene el carácter de ensanche, al coincidir con la renovación de los edificios del viejo caso, le incorporan su impronta -en las calles de Zapateros, Rosario, Nueva, Gaona, Concepción, etc.-, prestándoles su fisonomía de la actualidad. Al propio tiempo hemos asistido a la apertura de nuevas vías de importancia –las de Salamanca y Progreso–, iniciándose un proceso que no fructificará a gran escala hasta el lsiglo XX.

Las nuevas viviendas son obra de arquitectos, García Saúco describe el modelo de finca urbana; de dos pisos, con balcones a la calle, rejas en el bajo y una cámara sobre el principal; el portal, en su interior, dispone de dos puertas juntas que dan acceso al piso bajo y al principal, respectivamente. Algunas puertas se adornan con un montante, protegido por una reja de hierro fundido en el que figuran las iniciales del dueño y del año de la construcción. Casas como éstas pueden verse todavía en varias calles del núcleo histórico de Albacete, especialmente en las que se han citado.

La morfología urbana sufre profundas transformaciones. Con todo ello se fue desarrollando la reforma esencial de la ciudad en el siglo XIX, el urbanizado de manzanas y la desaparición paulatina de las grandes zonas libres –huertos y jardines– de su interior, reduciéndose el tamaño de la manzana y de los patios interiores.

La ciudad de la desamortización

¿Dónde se halla la energía de este ímpetu reformista?
Las características del desarrollo urbano han sido explicadas en función  del proceso desamortizador. La primera manifestación consiste en el desarrollo hacia dentro, la densificación y remodelación del asco antiguo. Tanto la desamortización como la libertad de edificación y de arrendamiento serán la base de este primer ensanche o «ensanche interior». La desamortización, al proporcionar el espacio necesario; la libertad de construcción al permitir la parcelación y edificación, la ley de libre arrendamiento al hacerlo rentable y estimular la construcción.

A partir de recintos conventuales –Justinianas, San Agustín y San Francisco–, se realizan reformas urbanísticas que dan lugar a grandes cambios en la trama urbana con la construcción sobre sus solares de nuevas plazas –la ampliación del altozano– y calles –Salamanca y Paseo del Progreso–; también a edificios para los servicios públicos — Hacienda y Audiencia Territorial–, culturales o educativos — el Instituto de Segunda Enseñanza se crea en 1841 –, que contribuyeron a cambiar el paisaje y la estructura urbana. Ahora, la ciudad conventual pasa a ser la ciudad de la Administración: el centro urbano se desplaza de nuevo hacia esta parte renovada de la ciudad «nueva» del siglo XIX, de la ciudad moderna, de la ciudad del ferrocarril y de la burguesía liberal.

También a partir de los edificios religiosos se dispuso de suelo destinado a la construcción de viviendas. Muchas ermitas, v.g.r., la del Carmen, desaparecen ahora. Estos espacios urbanos y la desamortización de asas-vivienda (treinta fueron rematadas antes de 1875) y la redención de los censos que pasaban sobre otras muchas, combinado con la libertad instituida, permitió las modificaciones de la morfología urbana. Los cambios afectan a al elevación y pisos y la ocupación de espacios normalmente sin edificar, a la subdivisión de viviendas unifamiliares, proceso que hizo aumentar la densidad urbana. Asentada sobre el mismo suelo que la ciudad de 1600 , aproximadamente, la población de Albacete era cuatro o cinco veces mayor en 1900.

Así pudo realizarse el ensanche interior.

Otro aspecto de los cambios urbanos y la creación de esta ciudad moderna es la remodelación de la trama viaria. La desamortización había posibilitado las nuevas plazas y calles citadas; pero su complemento, muy importante, procederá de las alineaciones, es decir, la rectificación de calles. Estas transformaciones están fechadas y tuvieron su glosa en libros y otra publicaciones periódicas de su tiempo. Al filo del final de siglo, las crónicas locales anotaban el penoso estado de las calles de la ciudad y los sucesivos intentos de mudar esta situación mediante mejoras en alzadas, aceras y fachadas, sucediéndose los proyectos de uno a otro lugar, en el tiempo, atendiendo, en primer lugar, el sector que ahora, a finales de siglo, constituye el centro de la ciudad –Mayor, Gaona, Salamanca, y San Agustín y Concepción– y después, en sus proximidades y todo el núcleo histórico –Padre Romano, Val general, Progreso, Tinte, Carnicerías, Vigas y Plazas mayor, del Cuartel, Carretas, etc.–.

El proceso continuo de ampliación de la ciudad mediante los «ensanches» tuvo en Albacete, en la segunda mitad de este siglo, su primera manifestación. En 1853 se abrió la calle del Progreso (Paseo de la Libertad) y dos años después terminaban las obras del ferrocarril desde Alcázar a Albacete; obras que proseguirían hasta su enlace definitivo con el ramal de Almansa, otros dos años más tarde. La presencia del ferrocarril en el conjunto urbano actuó como núcleo polarizador de este ensanche. Las calles de su perímetro eran San Antón, San Agustín ye el Callejón de las Peñicas. La cuadrícula interior de este espacio, hasta la vía del ferrocarril, es el fruto de la actividad urbanizadora de este momento; calles del Bosque, de Carcelén (1866), de Isaac Peral (1889), del Muelle, etc. (Carlos Panadero). Aquí vendrán a instalarse, unos detrás de otros, las oficinas de la administración de la provincia y de la ciudad, continuando un proceso que se había inaugurado con la ubicación de la Audiencia Territorial en el solar del antiguo convento de San Agustín; el Gobierno Civil, frente a la estación, el Banco de España, en la calle Salamanca; Obras Públicas, en la de Gaona, y la Diputación Provincial –su construcción termian en 1888– y el Ayuntamiento, en los edificios que ocupan hoy.

Estas reformas afectan ala estructura de la ciudad profundamente, como es obvio. Sin embargo, la morfología urbana apenas ha cambiado. Un testimonio de la época, publicado en el año de la definitiva liquidación del legado colonial, refiere que, salvo contados, pocos, edificios de interés relativo, el resto carece de carácter, «dado el aspecto general d e la población, donde hay pocas casas de tres y cuatro pisos; la mayor parte son de dos y, muchas, señaladamente en los barrios extremos, tienen sólo desvanes sobre la planta baja, constituyendo pobres y antihigiénicos tugurios…». Fuera de una cuantas casas construidas con sillería, la mayor parte estaba edificadas con «mampostería de piedra y cal en los cimientos, piedra y yeso con arena en machones y tabiques, y tapia en los muros principales», la mismo tipología de la ciudad medieval.

Y por fuera de este paisaje urbano, la periferia; las cuevas, miserables habitáculos, siempre amenazadas de desalojo y hundimiento y nunca definitivamente eliminadas, que aprovechando las características del terreno, abrían su cicatriz al exterior del núcleo histórico en las afueras de Tejares, Puertas de Murcia y Valencia, en las Peñicas .. a espaldas de la calle Cervantes–, y en el Cerrico de la Horca.

Estos eran los antecedentes de la ciudad actual, de la ciudad de nuestro tiempo. Segura Artero incorpora los conceptos del análisis económico al proceso de producción de la ciudad moderna, introduciendo el de valor de cambio y señalando que con la desvinculación, entendida como mecanismo de destrucción de las relaciones de producción feudales y, por consiguiente, de sus formas específicas de utilización de la vivienda y de articulación del espacio urbano, éste adquiera valor de uso tradicional. Esta es, indica, la nueva característica fundamental del concepto capitalista de la propiedad que ahora se aplica. Así queda abierta: a) la vía del proceso de especulación del suelo que se inicia, en mayor o menor medida, con al desamortización; y b) la de producción de vivienda entendida como mercancía, convirtiendo a los núcleos urbanos en fuente de acumulación de capital.

Advierte, sin embargo, que este fenómeno se producirá de forma todavía limitada, tanto espacial como sectorialmente. Espacialmente, en reducidas zonas; sectorialmente, porque este tendencia convivirá en difícil dualidad con la de considerar la propiedad del espacio urbano como mera fuente de renta, planteamiento propio de una sociedad de base agraria, como la albecetense del siglo XIX, estancada económicamente, que tiende a extrapolar los criterios económicos del campo a la ciudad.

Todos estos cambios en la morfología y en la estructura de Albacete se producían en la medida en que la población urbana crecía a expensas de los habitantes del entorno comarcal circundante. Al terminar el siglo, la ciudad acumula ya actividades productivas, de  gestión  de almacenaje  y distribución de transportes, así como actividades culturales y administrativas, que exceden del ámbito municipal. Las bases de la ciudad moderna están asentadas. Con todo ello empiezan a definirse ciertos espacios diferenciados, especializados según la función dominante –nueva residencia, industrial, administrativa–. que inician un estrecho cerco del núcleo histórico. El acoso hará eclosión con los nuevos ensanches planificados al comenzar el siglo XX. Pero ésta es ya otra fase de la historia de la ciudad moderna; la fase de la «ciudad de nuestro tiempo», cuya consideración no podemos referir aquí.