Teoría y práctica de la urbanización en la ciudad de Albacete durante la Restauración. Por Carlos Panadero Moya, artículo publicado en el Boletín de Información «Cultural Albacete», mayo de 1987(número 14)

Organo histórico de Liétor. Siglo XVIII. (Dibujo a plumilla)

Al iniciarse la Restauración no quedaban lejos en la mente de los albacetenses las transformaciones operadas en el casco urbano. Las mismas habían sido el resultado de la conversión de Albacete en capital de provincia y de la puesta en marcha del proceso desamortizador. Ambos factores, combinados con el crecimiento demográfico, dieron el golpe de gracia a la «ciudad conventual», a la trama urbana tradicional, tal y como venía presentándose a los ojos de los albacetenses hasta los años treinta del siglo XIX*.

            Consumada la revolución liberal en los años que siguen a la muerte de Fernando VII, nuestra ciudad, al igual que las del conjunto de España, fue paulatinamente cambiando su faz para presentarse como «ciudad burguesa». Tal operación de cirugía vino de la aplicación del conjunto de medidas revolucionarias destinadas a cambiar las bases jurídicas de la propiedad. Así, de la propiedad amortizada o vinculada –propia de la «ciudad conventual»– se pasará a la propiedad plena y libre –propia de la «ciudad burguesa»–. La ciudad se convirtió en objeto de especulación, a lo que contribuyó sin duda la desamortización al incrementar la oferta de fincas y solares. Al acentuarse la especulación del suelo, la vivienda, o en conjunto el suelo urbano, adquirió valor de cambio; es decir, se transformó en mercancía,  y por tanto, en fuente de obtención de beneficios. Por último, la compra de suelo para su parcelación y edificación de viviendas quedó ampliamente estimulado al establecerse, por Ley de 9 de abril de 1842 –en vigor en nuestro período–, la libre contratación de alquileres.

            Es evidente que estos procesos adquirieron distinta intensidad en cada núcleo urbano. Dependió, por ejemplo, de la importancia de la propiedad amortizada dentro del conjunto de la propiedad, del interés de las clases adineradas por ese patrimonio o, por último, de las perspectivas de crecimiento de la ciudad al maximizar, esto último, el negocio inmobiliario.

            Desgraciadamente, falta todavía para Albacete un completo estudio sobre desamortización urbana. No obstante es bien sabido el destino de los recintos conventuales –Justinianas, San Agustín y San Francisco–, que contribuyeron a cambiar el paisaje y la estructura urbana. Sin duda Albacete realizó a mediados de siglo un esfuerzo de remodelación del casco urbano que a más de un vecino debió dejar atónito. Ello viene a demostrarnos a su vez que Albacete participó también de la etapa de auge económico abierta en esos años y que cerró la crisis de 1866. Aunque sea con brevedad, esos cambios es necesario anotarlos para comprender mejor lo aportado a la trama urbana por la Restauración.

            Ante todo, hay que advertir que la desamortización de los recintos conventuales no se tradujo en Albacete en el pase de los mismos a la iniciativa privada sino en su conversión en bienes de titularidad pública. Los edificios religiosos, en efecto, cambiaron de uso y posibilitaron, al disponerse de suelo de propiedad pública, la remodelación de la trama urbana con la apertura o ensanche de calles y plazas. Este crecimiento urbano, dirigido hacia adentro –el «ensanche interior»– no podía dilatarse en una población convertida en capital de provincia, obligada a cubrir diversos servicios públicos y a acoger a organismos de la Administración del Estado liberal. Así en el convento de San Agustín se establece la Audiencia Territorial (1834); el de San Francisco se habilita para cuartel de Caballería (1838) y para albergar el Instituto de 2ª enseñanza (1847); el de monjas Justinianas para Delegación de Hacienda (1838) y, por último, el de monjas Franciscanas para presidio correccional (1843) y luego es cedido para Casa de Maternidad (1844).

            A estos cambios hay que añadir el destino dado a las iglesias anejas a cada convento al jugar un importante papel en la reestructuración del espacio urbano. Pervivirán a lo largo del siglo XIX las iglesias –abiertas al público– de Justinianas y de Franciscas mientras fueron demolidas las de San Francisco y San Agustín. El derribo de la primera se efectuó en 1879, permitiendo la ampliación y mejora del Cuartel e Instituto. El de la segunda se efectuó mucho antes (1853)y permitió extender el casco urbano hacia afuera. Se abrirá así la calle del Progreso (1853, actual paseo de la Libertad) y se prolongará la calle de Gaona, a costa de la huerta del convento, apareciendo la calle Salamanca  (1854). También, paralela a ésta, queda configurada ahora la calle del Muelle.

            Un hecho de gran trascendencia para la ciudad –la llegada del ferrocarril en 1855– vendrá a fijar con claridad los límites de este crecimiento urbano. En efecto el espacio enmarcado por las calles de San Antonio, San Agustín, Muelle y vía del ferrocarril constituirá el territorio sobre el que se efectuará el ensanche que precisamente el mismo ferrocarril y la carretera de Madrid a Valencia, que va paralela a la vía, han convertido desde su mismo nacimiento en «ensanche interior». Los alicientes de la zona (topografía llana, amplios y abiertos paseos, estación de ferrocarril) pronto tendrán una rápida respuesta. Así, aquí, por un lado, fijan su residencia miembros de las clases adineradas de la ciudad. En concreto, la calle de Salamanca, recién abierta, queda prácticamente copada por esas clases sociales antes del derrocamiento de Isabel II.

            Tras este recorrido, en el que deliberadamente han quedado en la cuneta elementos que con lo advertido configurarían la trama urbana de Albacete a mediados de siglo, llegamos por fin a la ciudad de la Restauración. Recordemos, brevemente, que con el cambio de régimen se ha liberalizado la propiedad. De la propiedad amortizada, que encorseta la ciudad, se ha pasado al triunfo de la propiedad plena y libre. Se ha iniciado con el derribo de la iglesia de San Agustín un modesto ensanche, que sirve de desahogo y asiento para las clases acomodadas de la ciudad.

            Para empezar nos centraremos en las bases económicas de la ciudad a través de la actividad constructora y de las ventas de solares.

            La primera puede seguirse perfectamente a través del gráfico 1 en donde se representa las licencias expedidas por el Ayuntamiento de Albacete desde 1875 a 1902. Las cifras totales anuales no son gran cosa; sin embargo, el ritmo guarda una estrecha relación con la coyuntura económica. Los años iniciales reflejan un continuo ascenso hasta la cota más alta en 1882. Al año siguiente se pone en marcha una profunda depresión que alcanza sus puntos más bajos, entre una y cinco licencias, en torno a 1895. El período coincide sintomáticamente con una grave crisis agrícola y pecuaria con un corolario de reducción de rentas por los distintos sectores sociales de la ciudad. La salida de la crisis, alrededor del final de siglo, tiene también su correspondiente reflejo al iniciarse un proceso de recuperación (véase gráfico 1). Con todo, ciertamente, la cota de las cincuenta licencias, propia de 1881-82, no vuelve a darse en todo el período, lo cual, si decidimos darle a aquella cota un valor excepcional la recuperación finisecular parece demostrar mejor una vuelta a la normalidad.

GRÁFICO 1: Licencias municipales sobre reforma y construcción de edificios (1.875-1.902)

   Otro aspecto, que no registra el gráfico pero resulta altamente significativo, se refiere a la zonificación urbana de la actividad constructora. Esta era claramente desigual. En relación con el total de licencias del período, mientras el barrio de San José sólo aporta el 2,58%, los de San Agustín, San Juan y calles del Centro (Mayor, Concepción, Tinte, Gaona, Val General y Rosario) participan como media cada uno con un 22,50%. Fijándonos únicamente en las licencias sobre reformas en edificios, San Juan y Centro reúnen los mayores porcentajes (25,69 y 23,77%, respectivamente). En cambio en cuanto a nuevas construcciones el máximo se da en San Agustín (30,61%). (Véase plano para la localización de calles y barrios).

            El último porcentaje citado es de una lógica aplastante, ya que el perímetro del barrio incluye en su interior la zona del ensanche. No obstante, la dirección del crecimiento urbano cuando es rastreada por calles aún se observa mejor. Así, en relación ahora con el total de licencias de cada barrio, en el Centro, las calles Mayor y Concepción reúnen el 54,10% del total de las nuevas construcciones y, sólo la calle Mayor, el 31,25% del total de las licencias para reforma. En el primer caso, las nuevas edificaciones sustituyen a casas ruinosas o que no responden a necesidades de sus dueños. En el segundo se trata sobre todo de abrir o variar huecos y de modificar o abrir escaparates en correspondencia con el carácter de calle comercial.

   Para el barrio de San Agustín, las calles Bosques y Carcelén suman el 37,50% del total de las nuevas edificaciones que, en unión con las de la calle de San Antonio, llegan entonces al 58,30%. En San Juan, las calles del Carmen, Iris, Padre Romano y Postas, representan el 67,70%. En Santa Quiteria, cinco calles (Puente, Cervantes, Cruz, Cruz al Norte y León) el 50%. Y, por último, en San Francisco, sólo la calle de la Feria el 45%.

            En conjunto, a diferencia de las edificaciones citadas en los barrios de San Francisco y Centro, en el resto se construye casi en su práctica totalidad sobre solares. Por otro lado, por la localización de las calles, está claro que se trata de un empuje hacia afuera que busca en los tres casos –calles citadas en los barrios de San Juan (al Norte), San Agustín (Noreste) y Santa Quiteria (Este)–  alcanzar el límite marcado por la vía del ferrocarril y la carretera de Madrid. En fin, en el conjunto de las calles citadas en esos tres barrios, que representan el 17,50% de las calles de la ciudad, se ha edificado de nueva planta el 41,50% de todas las realizadas en el período 1875 a 1902.

            En definitiva, dentro de la ciudad la actividad constructora fue desigual y la misma debe relacionarse, sin duda, con la base y riqueza económica de los sectores sociales que habitaban en cada barrio.

            Por otro lado está claro, y con ello pasamos al segundo de los aspectos de las bases económicas, que toda expansión urbana exige la previa producción u oferta de suelo urbano sobre el que edificar. En conjunto, no hay duda de que mientras en el Centro la transformación urbana se opera sobre el suelo ya urbanizado, que es derribado o reformado, en el resto de la ciudad lo característico es la edificación sobre suelo rústico convertido, por la propia expansión de la ciudad, en urbano.

            A continuación, el precio del suelo vino a delimitar a las claras el espacio urbano en el que correspondía vivir a cada clase social. Para 1881-84, en una publicación oficial, se valora el metro cuadrado de solar en algunas calles de la ciudad utilizando como criterio la situación. Los datos muestran una banda que va desde la calle Concepción, con 4,96 ptas. por m2 de suelo, a las de Cruz al Norte y Puerta de Murcia, con 1,00 y 1,22 ptas., respectivamente. Por tanto, el precio del suelo variaba según la zona de la ciudad: más caro en el centro, más barato en la periferia. Con todo, estos precios no satisfacen suficientemente. Es necesario, en efecto, profundizar hasta llegar a las mismas operaciones de compraventa y saber así quienes eran los que compraban o vendían y cuanto ganaban; es decir, rastrear hasta averiguar las plusvalías efectuadas.

            Por imperativos de espacio nos centraremos únicamente en algunas operaciones significativas. En 1861, la sociedad La Peninsular, con domicilio en Madrid, que de compañía general de seguros sobre la vida pasó a dedicarse a la especulación de fincas urbanas, adquirió una huerta (casa, balsa, noria y terreno) con su entrada por la calle de San Antonio. En ese mismo año, la sociedad solicitaba al Ayuntamiento el correspondiente permiso para abrir una «vía que ponga en comunicación las (calles) de San Antonio y Progreso». Estamos, como se puede intuir, ante el origen de la calle Carcelén. La Peninsular era consciente de la rentabilidad de la zona y quiso actuar con rapidez. Téngase en cuenta, en efecto, que estamos ante el espacio que quedará reservado el ensanche burgués y, también, que la dimensión del suelo adquirido (desde la calle del Bosque –hoy Ricardo Castro–, por su lado izquierdo, a la de Carcelén, a ambos lados) aconsejaba la apertura de esta calle pues así se permitía una mayor parcelación y, en definitiva, una más óptima rentabilidad a la inversión.

            Sin embargo, La Peninsular falló en sus previsiones. Sus proyectos –apertura de la calle, parcelación y venta– eran a corto plazo cuando las circunstancias marcaban otro ritmo. En efecto, no hacía mucho que habían sido abiertas las calles del Progreso y Salamanca. Es decir, en estos años las clases acomodadas de la ciudad, que son las que podrían haber acelerado los acontecimientos, encontraron en aquellas vías, sobre todo en la de Salamanca, el sitio idóneo para edificar.

            Nada extraña, por tanto, que los proyectos de La Peninsular entraran por la vía lenta. Para mayor desgracia, cuando en 1866 se abre la calle los aires que corrían para las ventas eran muy poco propicios. Es más, la misma crisis económica de 1866 arrambló con la sociedad que terminó quebrando en 1873. La crisis, a su vez, contribuyó al estallido revolucionario de 1868 que dio al traste con muchas cosas, y entre ellas, la propia actividad constructora amén de retener todo tipo de inversión a la espera de tiempos mejores.

            Al iniciarse la Restauración, razones de ornato, de imagen de ciudad burguesa que había de dar necesariamente esta parte de la ciudad, la primera que era vislumbrada y pisada por todo viajero que arribaba a nuestra ciudad, llevaron al Ayuntamiento a requerir, por acuerdo adoptado en julio de 1877, a «los dueños de los solares de la calle del Progreso a fin de que procedan a edificar, y en caso contrario la Municipalidad venderá dichos solares en subasta pública». El plazo dado para edificar era de tres meses; de cualquier forma, aunque el Ayuntamiento entrara con decisión, sus posibilidades de triunfo eran mínimas.

            Los propietarios del suelo a los que se les obligaba a edificar eran dos, la sociedad La Peninsular y Anselma Suárez Gómez (propietaria de la «huerta del lavadero» que iba desde la calle de Carcelén, detrás de los solares de La Peninsular, a la de Isaac Peral, ahora inexistente pero que se abrirá en 1888).

            A la orden de la alcaldía respondió en defensa de los intereses de Anselma Suárez su yerno el abogado José Mª. Valera y Monteagudo. En su réplica se advierte que de proceder el Ayuntamiento al acuerdo adoptado tendríamos voluminoso pleito. No hubo tal, como tampoco fue necesario alcanzar ese extremo con el otro propietario, con la Peninsular.

            En relación con esta sociedad, el despiste era total y demuestra, por otro lado, la escasa operatividad del acuerdo adoptado por el Ayuntamiento. En septiembre (1877) se remitía un oficio al «Sr. Alcalde de Madrid, rogándole que por los dependientes de su autoridad se indague el paradero de la sociedad titulada La Peninsular». Días después se supo que la sociedad había quebrado en 1873 y que estaban en marcha los trámites judiciales para responder con el activo de la sociedad a sus acreedores.

            No hubo que esperar mucho; el año siguiente, 1878, se anunciaba la subasta del total (quince) de solares pertenecientes a la sociedad en Albacete. Los remates redujeron los mismos a precios de auténtica ganga. Excepto uno de los solares, adquirido por encima de su valor de tasación, los restantes se compraron con una rebaja del orden de un 30%.

            Limitándonos a algunos compradores, Santiago Rodríguez, cafetero, Santos Martínez, propietario, dirigieron la inversión hacia el ramo de la hostelería con un claro fin rentista. El primero construyó el conocido «Hotel Francisquillo» (calle del Progreso esquina a la del Bosque=Ricardo Castro) para su arrendamiento inmediato, en 1880, al fondista Francisco Sánchez Nieva. El segundo, en la misma calle pero ahora esquina a la de Carcelén, edificó la titulada «Fonda del Reloj», arrendada al también fondista Francisco Zornoza. Entre los grandes compradores destaca Bernardino Vergara Gambín, comisionista, que en el momento de la adquisición figuraba como vecino de Barcelona pero con estrechas relaciones comerciales con Albacete. De los cuatro solares que compró vendió al poco tiempo dos, situados en al calle del Bosque: uno al propietario Juan Lucas Romero; el otro al médico Carlos Medina Guerrero. Con los solares de La Peninsular lo característico fue precisamente la compra para su posterior reventa. El propietario Francisco Collado compra tres solares sin preocuparse de construir ninguno de ellos. Años después (1889), los abogados y propietarios Mariano Cortés Alfaro y José Mª. Alonso Zavala pagaron por estos solares un precio muy elevado generando las plusvalías más altas del Albacete de la Restauración (entre 275,9 y 399,3%).

            A un paso de la calle del Bosque, el espacio delimitado por las calles de Padre Romano, Carmen, Iris y Postas constituyó otro de los polos de intensa actividad constructora. A diferencia del conjunto anterior (Bosque, Carcelén) más propio de clase media acomodada, el que nos ocupa quedó diseñado para refugio de clases populares.

            La principal oferta de suelo urbano en estas calles procedió de la venta y subsiguiente parcelación de suelo rústico. Así, la huerta (sita en la calle del Carmen) de Teresa Álvarez Mendizábal, domiciliada en Pedroñeras, que perteneció a la comunidad de Franciscas de Albacete siendo adquirida por su padre (Rafael Álvarez Mendizábal), es vendida ahora (1882) a un catalán afincado entre nosotros, Francisco Soler y Camps. La compra tuvo un fin claramente especulativo: el espacio se dividió en diez solares que, una vez vendidos, casi doblan la inversión inicial.

            La actividad constructora y la valoración diferencial del suelo son dos manifestaciones de los flujos que configuran el hecho urbano en cada momento histórico determinando su morfología y estructura. Ahora bien, en la constitución de la trama urbana del Albacete de la Restauración actuaron otros elementos integradores que pasamos desde luego a analizar.

            En 1882 el Ayuntamiento acordó instruir un expediente para un proyecto de alineación general de las calles de Albacete. A diferencia de los expedientes abiertos en la época isabelina, puntuales y centrados normalmente en una parte de una calle, ahora se realizará un proyecto calle a calle abarcando así al conjunto de la ciudad. Juan Peyronnet, arquitecto municipal, autor del expediente, en al memoria relativa a la calle de Zapateros, Mayor, Tinte y Callejón de la Concepción sienta las bases sobre las que deberían verificarse las operaciones de rectificación de calles:

«(…); el propietario conocerá al construir su finca, la parte de terreno que debe dejar para la vía pública, o el que debe tomar para establecer su línea de fachada; siendo reintegrado en el primer caso, o reintegrado en el segundo a los fondos municipales; así se evitarán cuestiones enojosas y trascendentales que son las más veces causa de perturbación y desidencia entre vecinos de la misma localidad; (…)».

            Como se sabe, los frutos de una rectificación del viario sólo pueden obtenerse a largo plazo. El arquitecto Peyronnet fue marcando las alienaciones a las que deberían someterse las solicitudes para la construcción de edificios de nueva planta. Ahora bien, si se querían frutos rápidos el Ayuntamiento tenía que contar con algo de lo que siempre anduvo escaso: dinero. Por otro lado, lo normal fue contar con los vecinos de la zona, beneficiados por la rectificación. Este es el caso de la expropiación (en 1900) de una parte de casa perteneciente a Gabriel Alfaro Saavedra, sita en la calle San Antonio esquina a Carcelén. La casa, construida con anterioridad a la apertura de la calle (Carcelén), llegaba hasta cerca de la mitad de la misma.

            En 1901 y 1902 se realizó la obra más importante de rectificación del viario en tiempo de la Restauración: el derribo de la manzana constituida por la antigua casa Consistorial y casa particular adosada situada en la plaza de la Constitución (=Mayor). En 1898 el Ayuntamiento dio luz verde para iniciar el estudio de este derribo, «siempre que los vecinos –se dice en las actas de acuerdos municipales– se obligasen a sufragar en una proporción de dos terceras partes el importe total de la expropiación que habría que hacer de la casa adosada al aludido edificio». El que derribo se llevara a la práctica tres años después dependió de los ofrecimientos de los propietarios del entorno. Así, en mayo de 1901 se acordaba por fin su materialización cuando un mes antes diversos propietarios de la zona, con Juan Aº. Pérez de la Ossa como portavoz, proponían «al Excmo. Ayuntamiento que se realice la proyectada reforma, ayudando a ella con el cincuenta o sesenta por ciento del coste de la misma [cuando] en expropiaciones recientes sólo se ha dado por los propietarios beneficiados una quinta parte o sea el 20 por ciento; (…) pues de este modo y haciendo todos un esfuerzo, dotaremos a nuestro querido pueblo de una hermosa plaza y con ella desaparecerá el foco de pestilentes miasmas que existe al principio de la calle Albarderos, ganando mucho la higiene y la moral».

            Por otro lado, el derribo apuntado se trata de una actuación urbanística propia del «ensanche interior» de la ciudad. Alcanzado este contexto nos fijaremos a continuación en los proyectos de apertura de calles en el Albacete de la Restauración.

            El primero se refiere a la apertura de una calle destinada a enlazar las calles de San Agustín y Concepción. Los primeros pasos hacia su materialización, que terminaría frustrándose, hay que situarlos en 1882 al acordar el Ayuntamiento la expropiación de la casa nº. 22 de la C/. de San Agustín con el pensamiento de dedicar el terreno para «la construcción de un teatro que se proyecta edificar, o en otro caso para abrir una calle que comunique con la de Concepción (…)». El proyecto permaneció baúl de los recuerdos hasta 1887. En ese año, la construcción por iniciativa privada del Teatro Circo dejó libre de responsabilidades en ese campo al Ayuntamiento, y pudo destinar aquel solar a la apertura de la calle. Y así, en la Memoria realizada por el arquitecto municipal, Juan Peyronnet, la calle se abriría a partir de ese solar y sobre una parte, y por aquí vendrán los problemas, del patio (con cuadra, pajar y granero) de la propiedad del conde de Pinohermoso, luego del marqués de Molíns a la muerte de su hermano. En 1887 el Ayuntamiento daba su visto bueno a la propuesta del arquitecto y otro tanto hizo al año siguiente con el estudio económico. A continuación, siguiendo los pasos establecidos por la Ley de expropiación forzosa de 10 de enero de 1879, fue remitido el expediente al Gobierno civil. Días después, el gobernador, Ricardo Vargas Machuca, acordaba la declaración de utilidad pública. Hasta entonces el único propietario afectado por la expropiación –el marqués de Molíns, que perdería 377 m2 de granero, cobertizo y patio– no había presentado reclamación alguna, «lo cual –indicaba el gobernador en su providencia– supone que presta su conformidad». Todo fue pura ilusión. Dentro de los plazos establecidos por la Ley de expropiación, el 27 de marzo de 1888 Francisco Cañamares Cócera, administrador del marqués de Molíns, presentaba un escrito de oposición a aquella ocupación.

            El gobernador llegó a desestimar la reclamación; acto seguido, Francisco Cañamares, como es de prever, interpuso un recurso de alzada con lo que el expediente y su resolución se trasladaba al Ministerio de Fomento. Esto anunciaba el fin de las posibilidades del Ayuntamiento, pues, la influencia del marqués de Molíns donde mejor se medía era en Madrid. En fin, el gobernador estuvo siempre al lado del Ayuntamiento; quede como prueba que cuando remitió el expediente al Ministerio informó desfavorablemente el recurso, apoyándose como última arma en razones de orden público:

«(…). Como verá V. E. –escribía el gobernador al Ministro un 19 de marzo de 1888– por el expediente, la calle en cuestión se ha de abrir por excitación del vecindario en general, la cual ha impelido al Ayuntamiento a acordar su apertura para facilitar las comunicaciones entre los dos barrios más importantes de la ciudad (…)».

            El segundo y último proyecto de apertura de calles en el que nos fijaremos a continuación tuvo mejor fin. Nos referimos al enlace de las calles Alfonso XII y San Antonio a través de la calle que en 1890 se titulará de Isaac Peral. Dejando al margen los antecedentes de este proyecto, en 1887 el Ayuntamiento decidió encauzar este tema a través de las vías establecidas por la Ley de expropiación. Así, antes de finalizar ese año, era aprobado el plano, memoria y presupuesto de la nueva calle elaborado por el arquitecto Juan Peyronnet. Después fue remitido al gobernador, Ricardo Vargas. Pero nuevamente, antes de terminar 1887, uno de los propietarios afectados, Ramiro Yáñez de Barnuevo y Zamora, se opuso al proyecto en escrito dirigido al gobernador alegando que era innecesario abrir una nueva calle cuando existían otras –Bosque y Carcelén– que ponían en comunicación Alfonso XII y San Antonio. «Es pues –se apunta en el escrito– incuestionable que no se trata de proteger un interés público, sino que a la sombra de esa declaración de utilidad se trata de amparar un interés privado (…)». Terminaba Ramiro Yáñez de Barnuevo advirtiendo «que para el caso, que estimo improbable, de que V. S. acordara la declaración de utilidad pública, no me conformo con la tasación que de mis fincas ha hecho el arquitecto municipal y me reservo el derecho que me concede la Ley de expropiación forzosa».

            Esta carta causó gran indignación en el Ayuntamiento; sobre todo especialmente indigesta resultó la acusación de administrar en pro de intereses privados. La respuesta no se hizo esperar; el Ayuntamiento en su réplica (últimos días de 1887) adujo razones de higiene, la importancia de la zona –con ciertos tintes de saturación que la nueva vía aliviaría– y la gran extensión ocupada por la manzana existente entre las calles de San Agustín y Carcelén. En realidad, los argumentos de Ramiro Yáñez quedan desenmascarados cuando nos enteramos de que venía estando «dispuesto –se apunta desde el Ayuntamiento en el informe remitido al Gobierno Civil– a cooperar a la apertura de la vía proyectada, siempre que se le diera por el Ayuntamiento una parte no pequeña del edificio que ocupa éste lindando con el de su propiedad». La razón la tenía el Ayuntamiento de su parte. Es más, en nuestra opinión, desde que se abrió la calle de Carcelén, la apertura de la vía que nos ocupa estaba cantada. Era cuestión, simplemente, de esperar. Sentado este principio se comprende que la construcción en 1887 del Teatro Circo precipitase los acontecimientos. El edificio, además de llegar hasta la nueva calle reservaba para ella su fachada principal. Esto era imparable y así lo comprendió el gobernador civil. Al año siguiente, 1888, desestimaba la reclamación de Ramiro Yáñez de Barnuevo y quedaba abierta la nueva calle.

            Sobre la titulación de las calles de nuestra ciudad hay que llamar la atención, en contraste con lo que ocurrirá en los comienzos del siglo XX, sobre las escasas variaciones producidas en la época que estudiamos: (calle y plaza del Progreso por Alfonso XII y General Espartero, respectivamente; las Vigas por Méndez Núñez y Bosque por Ricardo Castro). Como decíamos los cambios en la denominación de las calles se producen en cascada en nuestro siglo. Su origen se sitúa en 1902 en la propuesta del entonces concejal Gabriel Lodares Lossa para poner el nombre de Rafael Serrano Alcázar a una de las calles de la ciudad. La iniciativa desembocó en el acuerdo de formar una comisión para «que se encargue de designar al Ayuntamiento los nombres de algunas personas que más se distinguieron con su talento y por los servicios que prestaron a esta ciudad a fin de honrar su memoria dando su nombre a algunas de nuestras calles».

            Años antes había quedado consumado el desplazamiento del centro de la ciudad. La ciudad del antiguo régimen tuvo plantado el centro, administrativo y comercial, en la plaza Mayor y limítrofes. La calle de la Feria y los alrededores de la plaza citada eran también lugar de residencia de las clases acomodadas. En el reinado de Isabel II, el nuevo Albacete burgués mantendrá un centro comercial en plaza y calle Mayor; en cambio, la nueva administración liberal-burguesa se instalará –con lo que viene a desplazar el centro político-administrativo– en el barrio de San Agustín. Por eso, cuando en 1878 se acuerda trasladar la casa Consistorial de la plaza Mayor a la del Progreso (a un edificio propiedad de los herederos de Manuel Cortés), el proceso no hace más que consumarse.

            Debe reseñarse la mini-polémica que rodeó el traslado. Los vecinos próximos a la plaza Mayor se resistían. Como paladín de los mismos figuraba Gabriel Alfaro Saavedra, con vivienda en la calle de la Feria, de añejo abolengo, miembro de la élite conómica-social de la ciudad. El último intento para evitar el traslado se libró en la sesión de la Junta Municipal del 26 de octubre de 1878, convocada para la aprobación de un presupuesto adicional de 40.000 ptas. destinado a sufragar la casa expropiada de los herederos de Manuel Cortés.

            Gabriel Alfaro, dentro ya de la polémica suscitada en la sesión citada, reconocía como necesario el traslado de la casa Consistorial pero rechazaba el proyecto de situarla en la plaza del Progreso «porque tal medida la creía de consecuencias fatales para todos los vecinos de esta parte de la ciudad, pues indudablemente se lastimarían los intereses creados a la sombra de ese establecimiento, que por espacio de tantos años estaba situado en la plaza Mayor». En su opinión, la nueva sala capitular debía quedarse en la plaza Mayor, pero en otro oficio «comúnmente llamado Sr. Picó». El coste de la operación, según sus propios cálculos, ascendería » a más de 30.000 duros».

            Tras la correspondiente intervención de otros asistentes, tomó la palabra el alcalde, Buenaventura Conangla, para hacer un recorrido de sus gestiones, barajando todas las posibilidades antes de pensar en trasladar la casa Consistorial para concluir con esta explosiva revelación:

«Concluyó el señor Presidente (Buenaventura Conangla) manifestando la extrañeza que le había causado oir al señor Alfaro expresarse en contra de la traslación de la casa Consistorial a la plaza del Progreso, y no comprendía como hacía pocos días el señor Alfaro, dueño de una casa en la misma plaza del Progreso, no tuviera inconveniente, antes al contrario se prestara gustoso en alquilarla al Ayuntamiento para sí y sus dependencias; tanto que si no se llevó a cabo el contrato fue porque el mismo señor Alcalde, otras cuatro o cinco personas que fueron a verla y el señor Alfaro se convencieron de que ni era capaz, ni reunía condiciones para colocar con comodidad las dependencias todas del Municipio, ¿es quien siendo la casa del señor Alfaro la que hubiera de tomar el Ayuntamiento ya no se resentían los intereses creados en los barrios lindantes a la plaza Mayor?».

            Gabriel Alfaro, acorralado, quiso echar balones fuera haciendo una denuncia de las condiciones sociales por medio de un discurso que a estas alturas puede calificarse de demagógico:

«(…) dicho esto, concluyó (Gabriel Alfaro) haciendo una triste pintura de la clase labradora en general, la dificultad que tenía para pagar sus tributos, no pudiendo menos de ser chocante que las corporaciones populares edificaran palacios y compraran casas de ocho mil duros sin tener en cuenta los apuros en que las clases sociales se veían».

            Para terminar, hay que destacar que Albacete fue durante la Restauración una ciudad cerrada. Es más esta contingencia había tenido lugar recientemente. En efecto, en 1874 se levantaba una tapia alrededor de la ciudad para impedir la entrada de los carlistas.

            Al poco de construirse, las motivaciones militares y defensivas perdieron todo su valor. Sin embargo, inmediatamente, razones fiscales aconsejaron el decidido mantenimiento de la cerca o muralla. El objetivo ahora era facilitar el cobro del impuesto de consumos, que recaía sobre una amplia gama de productos y era abonado a la entrada de la población en los fielatos. Se comprende así el que la administración de consumos presionara para asegurar la continuidad de la muralla. Un comportamiento, por tanto, contrario a la corriente de la época, consistente en derribar las murallas para facilitar la expansión de la ciudad. Bien es verdad, que de plantearse en Albacete un fuerte crecimiento, presumiblemente la muralla habría saltado por los aires.

            La cerca, curiosamente, no apretaba por igual en toda la ciudad. En 1876 el Ayuntamiento acordó, «teniendo en cuenta el final de la guerra civil» –razonamiento perfectamente válido para toda la ciudad–, el derribo de la parte de muralla situada al final de las calles Salamanca y Progreso. Paralelamente se aceptaran las solicitudes de distintos grupos de vecinos para abrir portillos en la muralla al final de diversas calles (Padre Romano, Carmen, Peñicas o León, Puente, Cruz del Norte, San Antonio). El mecanismo en todos los casos fue siempre el mismo: los solicitantes se comprometían a costear la colocación de una puerta que permanecería cerrada por la noche y su llave quedaría en poder de la administración de consumos.

            El carácter fiscal de la cerca, pues, es incontrovertible. En 1882 se rechazaba la propuesta de tres concejales sobre el derribo de la muralla para los que no había «motivo para privar al vecindario del derecho que tiene a la entrada y salida por todas las calles de la población». Moción lógica dada la existencia de calles con puerta y calles cerradas a cal y canto. Fiscalidad y discriminación siguieron pesando; en 1895, «hallándose destruidos algunos trozos de la muralla que circunda el recinto de la población» se tomó el acuerdo por el Ayuntamiento de «recomponerlos para evitar introducciones fraudulentas de especies en consumos».

            Nada extraña, en fin, que al estallar el motín de consumos de 1897 la ira popular se dirigiera también contra estas barreras. Así, días después del motín, los vecinos de la calle del Cid elevaron un escrito al Ayuntamiento, cuyo contenido por cierto fue aceptado, exponiendo que «con motivo de los desórdenes ocurridos el día dos del que rige (julio 1897) derribaron la tapia o muralla que cubría la desembocadura de la misma, circunstancia que hace que los que exponen se vean obligados a dirigirse a S.E. para solicitar lo que hace mucho tiempo venían anhelando, y es a saber que dicha calle, tanto por ser pasajera cuanto por su importancia, se deje en la situación en que hoy se encuentra y no se vuelva a reconstruir la muralla de referencia [pues] toda vez que para cualquier servicio que tengan necesidad de hacer [sus vecinos] se ven obligados a dar la vuelta para ir a sus casas por una de las calles limítrofes, o sea por la calle Herreros o Puerta de Valencia (…)».


*     El proceso de urbanización de Albacete desde sus orígenes al siglo XIX ha sido tratado por Miguel Panadero Moya en otro Boletín de Cultural Albacete (nº 6, junio 1984). El lector interesado puede empezar con el ensayo eludido y continuar con el que tiene en sus manos.