Miguel Sabuco. Por Carlos Mellizo publicado en el Boletín de información «Cultural de Albacete», mayo 1984, (Número 5)

Órgano histórico de Liétor (Albacete)

Poco se sabe de la biografía del bachiller Miguel Sabuco y Álvarez. Hijo de Miguel y de Catalina, nació, probablemente, hacia 1525, y fue vecino de la villa de Alcaraz, provincia de Albacete, donde debió residir durante la mayor parte de su larga vida. Casó el bachiller dos veces. De su primer matrimonio con Francisca de Cozar, tuvo tres hijos: Alonso, Miguel y Luisa de Oliva. Casado en segundas nupcias con Ana García, tuvo de ésta, por lo menos, un hijo más, también llamado Miguel, nacido cuando Sabuco era ya hombre entrado en años. Las abiertas y frecuentas declaraciones de cristianismo y de sumisión a la Iglesia de Roma hacen pensar si el autor de la Nueva Filosofía no sería descendiente de conversos. Quizá en favor de esta conjetura obra también el hecho de la notable dedicación con que Sabuco se ocupó en la faena intelectual y en el estudios de las ciencias positivas.

Es difícil imaginar lo que sería el pueblo de Alcaraz a mediados del siglo XVI. Pero, con toda seguridad, Miguel Sabuco destacó sobradamente, por su erudición y buen sentido del resto de sus vecinos. Hacia 1572, era boticario en el pueblo; con anterioridad, había sido nombrado procurador síndico de la villa y, poco antes de su muerte, fechada después de 1588, letrado en la misma localidad.

Hubiese o no hubiese cursado estudios formales de medicina, es lo cierto que Miguel Sabuco demuestra en sus escritos poseer amplios conocimientos de anatomía, de fisiología y de historia natural. Además de  eso, es clara también su afición por la cultura clásica y por la filosofía y la literatura de los antiguos y de sus propios contemporáneos.

Debió ser Sabuco infatigable y buen lector; y su obra, no excesivamente voluminosa, está adornada de un decir elegante y sencillo, cuyo valor puramente literario ha sido elogiado justamente por todos sus comentaristas. Miguel Sabuco escribía bien, y aún hoy, al cabo de cuatro siglos, sus prosa muestra -salvo en raros pasajes- frescura y amenidad poco comunes entre los pensadores y filósofos de la época.

Según se desprende del tono dominante de la obra del boticario de Alcaraz, puede legítimamente deducirse que fue nuestro bachiller hombre serio (sin renunciar por ello a poseer un fino sentido del humor) y meticuloso, cuya honestidad intelectual e integridad moral quedan patentes en lo que nos dejó escrito.

La Nueva Filosofía de la Naturaleza del Hombre se publicó por primera vez en Madrid, por la imprenta de Pedro Madrigal, en el año 1587. Hasta comienzos de nuestro siglo, esta única obra de Sabuco había sido atribuida a su hija doña Oliva, quien figura como autora en todas las ediciones del libro anteriores a 1900. A don José Marco Hidalgo, registrador de la propiedad en el mismo pueblo de Alcaraz, debemos la bien documentada revelación de no haber sido doña Oliva, sino su padre, el verdadero autor de este libro singular: Se confirmaba, así la sospecha albergada por al crítica, pues doña Oliva apenas contaba veinticinco años cuando la obra salió a la luz.

El hallazgo de Marco Hidalgo (1) está validado por tres documentos. El primero de ellos es una escritura de obligación fechada el 10 de septiembre de 1587, y otorgada por Alonso Sabuco, hijo de don Miguel, y por su hija política doña Ana de Espinosa ante el escribano Francisco González Villarreal. En esa escritura queda insinuada la paternidad real de la Nueva Filosofía, confirmada, ya de modo irrebatible, por un segundo documento; la escritura de poder concedida por Sabuco es beneficio de su primogénito, donde se ler lo siguiente: … yo el bachiller Miguel Sabuco vecino desta ciudad de Alcaraz, autor del libro yuntitulado Nueva Filosofía, padre que soy de doña Oliva mi hija, a quien puse por autor solo para darle la honrra y no el probecho ni interes, otorgo y conozco por esta presente carta que doy e otorgo todo mi poder complido cuan bastante de derecho se requiere y mas pueda y deba valer a vos Alonso Sabuco mi hijo vecino desta ciudad de Alcaraz, especialmente para que por mi y en mi nombre representando mi propia persona podais ir al reino de Portugar y hacer ymprimir el dicho libro llamado Nueva filosofía por tiempo  y espacio de dos años (…). Por último, la carta-testamento que nuestro autor dejó escrita con fecha 20 de febrero de 1588, y que Marco Hidalgo también reproduce en su totalidad. (…) Aclaro — dice allí el propio bachiller que yo compuse un libro yntitulado Nueva filosfía o norma y otro libro (2) que se ymprimieron, en los quales todos puse e pongo por autora a dicha Luisa de Oliva mi hija, solo por darle el hombre e la onrra, y reservo el fruto y probecho que resultare de los dichos libros para my, y mando a la dicha mi hija Luisa de Oliva no se entrometa en el dicho privilegio, so pena de mi maldición, atento lo dicho, demas que tengo fecha y ynformación de como yo soy el autor y no ella. La cual ynformacion esta en una scriptura que paso ante Villarreal scribano (…).


Esta última escritura a la que alude Sabuco no ha llegado hasta nosotros, pero su falta de nada modifica el dato esencial que aquí nos interesa. Fue, pues, don Miguel el autor de la Nueva Filosofía, título global (3) bajo el que se contienen seis partes claramente definidas (4), la primera de las cuales es, con título completo, el Coloquio del conocimiento de sí mismo, en el cual hablar tres pastores filósofos en vida solitaria, nombrados Antonio, Veronio, Rodonio.


Tomando esas partes por separado, y sin privarlas de su carácter unitario, pueden ser consideradas como libros independientes cuya clasificación resulta sencilla. libros médicos y libros médico-filosóficos. A esta segunda categoría pertenece el Coloquio que merece espacial atención por contener las claves principales del pensamiento sabuceano.

Si es verdad que la nota general de la filosofía hispánica va sella por el común denominador de su asistematismo, la obra de Sabuco es una de las excepciones a esa regla. A pesar de su forma dialogada, quizá la menos comprometida cuando se trata de proponer cuerpos de doctrina apartados del sentir tradicional, el Coloquio del conocimiento de sí mismo ofrece desde sus páginas iniciales una promesa de organización sistemática; y el lector repara pronto en que lo que se le presenta es una visión completa del hombre, no fundamenta en abstracciones, sino en los resultados de la observación experimental. La importancia que el propio Sabuco concedió a su libro queda expresada en la carta dedicatoria al rey, que antecede al texto. Dice allí el autor, en frases que han sólido ser recogidas por la mayoría de los que se han interesado en sus escritos, que este libro suyo «faltaba en el mundo, así como otros sobra», y que la filosofía en él contenida «era la filosofía necesaria, y la mejor y de más fruto para el hombre, y ésta toda se dejaron intacta los grandes filósofos antiguos». Podrían ser tomadas estas declaraciones como autoelogios de gusto dudoso que el boticario de Alcaraz no tuvo la prudencia de suprimir. Sin embargo, pienso que, más que una muestra de exagerada vanidad, estos juicios deberían ser considerados como síntoma de profundo convencimiento con que Sabuco creyó estar abriendo una nueva vía de acceso al conocimiento del hombre y de las cosas. Y en este punto, aún negándole la originalidad absoluta que para sí reclama, y aparte de los anacronismos y errores inevitables, no le faltó al bachiller buena parte de razón.

Su doctrina antropológica (5), contenida principalmente en este primer coloquio, arranca de una concepción unitaria del ser humano y de la interacción de las dos realidades alma y cuerpo que lo componen. Lejos de propugnar una interpretación espiritualista del hombre aunque sin negar la inmaterialidad e inmortalidad del espíritu, Sabuco pone de manifiesto, en su estudio de las pasiones y en su análisis de la fisiología humana, el difícil equilibrio y toda la complejidad del individuo en su itinerario vital. Para el autor de la Nueva Filosofía, como subraya oportunamente Rodríguez Pascual , el ser del hombre es su vida. Y, consecuentemente, la antropología sabuceana está entrevera de una calidad dinámica que la aparta del esencialismo tradicional. Todo en el hombre es mudanza, nos advierte Sabuco: múdase el color del rostro, múdase la voz, múdase «el compás del meneo», cambiase los gustos, la piel y el pelo; lo que en una etapa de la vida es causa de alegría, en otra produce enojo y tristeza, La despreocupación se torna en cuita y cuidado; la gravia deviene torpeza. Y así con todo lo demás, de tal modo que la serie de alteraciones constantes viene a constituir el carácter primario de la existencia. «Por Dios, señor Antonio» exclama Veronio a mitad de una larga enumeración de transformaciones: «más mudanzas hace el hombre que el animal tarando, del tamaño de un buey, que se muda, con el miedo, en todas las colores que le conviene para esconderse; entre flores azules se pone azul; entre coloradas, colorado; entre amarillas, amarillo; entre ramas verdes, verde; y en la tierra, de color de tierra». Y, por boca de Antonio, completa Sabuco en otro lugar; «Toda cosa que vive, siempre está en movimiento; o sube a la perfección, o baja  a la corrupción y a la nada».

Ascenso y descenso, progresión y regresión, aumento y disminución, cremento y decremento. En esta tensión dialéctica se desenvuelve el ciclo de toda realidad viviente. Y en el aso de los animales y, en particular, del hombre, queda dicho ciclo regulado por la actividad del cerebro. Este distribuye por el organismo el fluido nervioso y anima el funcionamiento de sus partes; de tal manera que el bienestar orgánico será mayor cuanto más regulado esté, en cantidad y en cualidad, ese jugo original o húmedo radical que de arriba abajo va repartiéndose por todo el cuerpo; con excesiva abundancia durante la infancia y la pubertad, en la medida justa durante la madurez normal, y con progresiva escasez o desecación en la senectud, antesala de la muerte. Es adecuado el símil de Sabuco al comparar al hombre con un «árbol del revés», la raíz arriba, y las ramas abajo. Una descripción minuciosa del mecanismo vital, a partir de la nutrición, aparece en el título LXVII de este Coloquio, y es como el resumen quintaesenciado de la idea fundamental que, en su vertiente médico- fisiológica, contiene la doctrina del alcaraeño, ampliada después de su diálogo de Vera Medicina. Sobre este aspecto del pensamiento de Sabuco, es conocido el juicio de Menéndez y Pelayo, para quien «Sabuco estableció, ante que Bichat, la diferencia entre la vida orgánica y la de relación, y buscó la unidad fisiológica en el sistema cerebro-espinal». El abate Danina, por su parte, afirma que España «peut prétendre à une autre (gloire) de la même nature, qui est celle (découverte) du fluide nerveux que Doña Oliva de Sabuco a été la première à remarque» (6).

Pero no se agota ahí el mensaje que el boticario de Alcaraz sintió la urgencia de comunicar a la posteridad. Y, muy probablemente, es la dimensión filosófica del libro la que se presenta con mayor relevancia al lector actual. El pastor Rodonio, en los comienzos del Coloquio, deja en claro la meta última a la que habrá de estar dirigido el curso del diálogo. Dice Rodonio en el Título Primero:

(…) señor Antonio, Muchas veces os he rodgado que antes
que nos muramos mejoremos este mundo, dejando en él
escrita alguna filosofía que aprovecha a los mortales,
pues hemos vivido en él, y nos ha dado hospedaje, y no
nacimos para nosotros solos, sino para nuestro rey y
señor, para los amigos y patria, y para todo el mundo.

            Lo cual completa Veronio diciendo:

Si vos pedís eso, señor Rodonio, yo pido otra cosa,
y es, que me declaréis aquel dicho, escrito con letras
de oro en el templo de Apolo; Nosce te ipsum;
conocéte a tí mismo; pues los antiguos no dieron
doctrina para los antiguos no dieron
doctrina para ello, sino sólo el precepto, y es
cosa que tanto monta conocerse el hombre, y saber
en qué difiere de los brutos o animales; porque yo
veo en mí que no me entiendo ni me conozco a mí mis-
mo, ni a las cosas de mi naturaleza, y también deseo
saber cómo viviré felice en este mundo.

Como era previsible, esa filosofía en provecho de los mortales, y ese conocerse a sí mismo para alcanzar la felicidad en este mundo, consiste en un recetario de vivir. No sería justo eliminar de los consejos y avisos sabuceanos toda vinculación a lo sobrenatural; a la otra vida se refiere el albaceteño en algunas ocasiones, dejando así constancia de sus creencias religiosas y de su fidelidad al Dogma. Sin embargo, es evidente que el interés primario que da cuerpo al tema central de la conversación entre Antonio, Rodonio y Veronio, es el de lograr la felicidad y la salud corporal del hombre mientras éste reside aún en el mundo que vemos. Así en su tratamiento de las pasiones, Sabuco se fija cómo éstas puede afectar el equilibrio biológico del individuo hasta el extremo de ocasionar su muerte prematura. Desde un punto de vista estrictamente vital, sin apelación a ninguna otra realidad extrínseca al desarrollo unitario de la persona, la enfermedad es la causa inmediata de la desdicha, y ambas — enfermedades física y desgracia moral– lo son de la muerte prematura . En esto, como en todo lo demás, Sabuco procede según los criterios del  método experimental, aduciendo numerosos ejemplos que muestran cómo ciertas pasiones del alma, ciertos excesos del cuerpo son impedimento para que el hombre logre alcanzar la armonía interior a que por naturaleza está llamado. Ni procede de manera apriorística, «ni se apoyaban las observaciones de la conciencia psicológica, sino que se funda en la experiencia externa manifiesta». (7).

Como hombre versado en las cuestiones de la medicina, el bachiller de Alcaraz no desprecia la bienaventuranza terrena. si el odio, el enojo, el temor, la ansiedad, la ambición, la soberbia, etc. son afectos rechazables que el hombre debe esforzarse en dominar y controlar no es ello porque dichas pasiones comprometan al destino último de las almas separadas, sino porque aceleran innecesariamente al desenlace de la existencia mundana. En orden puramente biológico, la muerte prematura ha de ser por fuerza el mal supremo. Y así lo entiende Sabuco. Desde esa perspectiva, la única aceptación de la muerte es la que se base en consideraciones naturales, dentro del marco de la normalidad. De este modo, y sólo de este modo, la muerte es aceptada como desenlace lógico y necesario del ciclo vital. Dice Antonio:

en la vejez (…) cesa la esperanza de bien corporal,
porque no queda tiempo para ella ni fuerzas para al-
canzarlos, ni salud ni gusto para gozarlo (…). Desécase

y endurécese el nervio que cubre todo el cuerpo,
y va cesando su vegetación, y vienen las rugas (…).
Desécanse las vías, acetábulos (…) y filos de los
nervios (…), y así muere por sequedad el hombre.
Y en otra parte:
El decremento mayor de la edad es cuando llegan al
estado de lo sumo que pueden crecer, llegando a su
perfección, y desde allí van (…) arriguándose y
disminuyéndose hasta la muerte natural, y así los
animales, ni más ni menos. Y el hombre, si no tuviera
los afectos dentro de su casa (que él mismo se mata),
no muriera la muerte violenta, sino la natural, ni
tuviera enfermedad ni decrementos más de los forzosos
de tiempo y simiente (…).

No sería arriesgado afirmar, a la vista de los textos de Sabuco, la defensa de nuestro bachiller hace de los valores vitales. Pero fuera erróneo deducir, de esa circunstancia, que Sabuco propugna una filosofía hedonista y una exaltación biológica sin límites ni cortapisas de ningún género. Bien al contrario, su «vitalismo» va reglado por las normas tradicionales de la moderación y de la austeridad. Su idea de la felicidad resulta tener un marcado sabor horaciano, y hasta ascético, siendo múltiples ocasiones en que el boticario de Alcaraz insiste en las virtudes de la renuncia, de la soledad fecunda, de la sobriedad, del apartamiento del mundo. En paradójico contraste con otras afirmaciones suyas, llega Sabuco, en las páginas finales del Coloquio, a predicar «los bienes de la muerte», una vez considerados los males «corporales y espirituales» que constantemente nos acechan. «Dijo Platón» sentencia inesperadamente el pastor Antonio, que «que, como Agaménides y Trofonio hubiesen edificado un templo a Apolo, le pidieron de merced que les diese la mejor cosa de de este mundo; los cuales, luego como se durmieron, nunca más recordar; de manera que les dio la muerte». Con repentino desencanto deja el autor que afloren a los últimos títulos expresiones de desdén por la existencia temporal –«no es gran cosas vivir; los esclavos y animales viven»–, que se resisten a encontrar acomodo lógico dentro de la intención general que preside las directrices de la obra. Preciso es, pues, registrar esta contradicción de Sabuco, la cual, entendida en su mayor profundidad, vendrían a ser manifiesto síntoma de esa vacilación injustificable (pero no por ello menos real) que en cada hombre produce el hecho mismo de su star en el mundo; amor a la vida y desprecio de ella; temor y aversión ala muerte, entremezclados con un recóndito deseo de morir; afán de alargar el tiempo, y afán simultáneo de abreviarlo (8).

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    (1) Marco Hidalgo, José: «Doña Oliva Sabuco no fue escritora» , Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, Año VII, julio 1903. nº 1.
(2) Probablemente la Vera Medicina, que aquí consideramos integrada en la obra fundamental, como parte suya.
(3) Su título completo; Nueva Filosofía de la naturaleza del hombre, no conocida ni alcanzada de los grades filósofos antiguos, la qual mejora la vida y salud humana.
(4) Completan la obra tres coloquios más, Coloquio en que se trata la compostura del mundo como está (siete título), Coloquio de las cosas que mejoran este mundo y sus repúblicas (nueve títulos) y Coloquio de auxilios y remedios de la vera medicina (no divido en títulos); un breve tratado, escrito en latín, sobre la naturaleza del hombre, fundamento de la medicina — Dicta brevia circa naturam hominis, medicina fundamentum–, y otro opósculo, también en latín: Vera philosophia de natura mis torum, hominis & mundi, antiquiis oculta.
(5) A la antropología de Sabuco ha dedicado Francisco Rodríguez Pascual, muy recientemente un estudio del máximo interés; «Una antropología cosmológica y psicosomática en el siglo XVI: Nuevo intento de comprensión de la obra del bachiller M. SAbuco y Alvarez». Cuadernos Salmantinos de Filosofía, V, 1978, pp. 407-426.
(6) Textos citados por Marcial solana, Historia de la Filosofía Española. Época del Renacimiento, vol. I, Madrid 1941, pp. 275-286.
(7) Marcial Solana, obra citada, p. 286
(8) Los textos del Coloquio que han quedado citados se han tomado d las Obras de Doña Oliva Sabuco de Nantes, impresas en el Establecimiento Tipográfico de Ricardo Fe, Madrid, 1888. Para facilitar su lectura, he modernizado la ortografía. Una edición más asequible de la obra puede encontrarse en la Biblioteca de Autores Españoles, vol. 65, Madrid, 1922.

BIBLIOGRAFIA

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Cuartero, Octavio: «Prólogo», a las Obras de Doña Oliva Sabuco de Nantes, Madrid 1888.
Feijóo, Benito J.: Thetaro crítico universal. Madrid, 1773, I, Disc. XVI, 112 pp. 371-372
 — Cartas eruditas y curiosas. Madrid, 1774, III, carta 28, 10; carta 9,32.
Fraile, Guillermo; Historia de la filosofía española, t. I, Madrid, 1971, pp. 317
Guy, Alain; Los filósofos españoles de ayer y de hoy. Tr. de Luis Echávarri, Buenos Aires, 1966, pp. 70-74
Henares, Domingo. El bachiller Sabuco en la filosofía médica del Renacimiento español. Albacete 1976
Marco Hidalgo, José; «Doña Oliva Sabuco no fue escritores» en Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, año VII, julio de 1903, nº 1, pp.1
Menéndez Pelayo, Marcelino: La ciencia española. Madrid 1953, t. I y III.
Rodríguez Pascual, Francisco: «Una antropología cosmológica y psicosomática en el siglo XVI: Nuevo intento de comprensión e la obra del bachiller M. Sabuco y Álvarez», en Cuadernos Salamantinos de Filosofía, V, 1978, pp- 407-426.
Sánchez Ruano, Julián. Doña Oliva Sabuco de Nantes. Su vida, sus obras, su valor filosófico y su mérito literario. Salamanca, 1867.
Selig, K.L.: «Sabuco de Nantes, Feijóo, and Robert Southey» en Modern Language Notes, june, 1956, pp. 415-416.
Solana Marcial: Historia de la filosofía española. Época del Renacimiento, vol. I, Madrid, 1941, pp. 275-286
Southey, robert: The Doctor, London, 1848, c. CCXVI-CCXVIII.
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