TOMAS NAVARRO TOMAS, albaceteño ilustre. Por Alonso Zamora Vicente, artículo publicado en el Boletín de información «Cultural de Albacete», febrero 1984. (Número 2)

Tomas Navarro Tomás, fundador en España de los estudios fonéticos y cultivador de la dialectología a nivel europeo, nació en La Roda en 1884 y ha muerto en Northampton (Massachusetts, Estados Unidos) en 1979.

Como ocurre siempre, en su tierra natal comenzaron sus primeros contactos con los libros. Son los años del Instituto de Albacete, el viejo caserón maloliente de la calle Zapateros (y, donde, por cierto, también cursó alguna cosilla don Ramón Menéndez Pidal, llevado allí, niño, por exigencias familiares). Tomás Navarro inició sus estudios universitarios en Valencia y los terminó en Madrid, donde se doctoró. Fue aquí el encuentro con el maestro común y su iniciación en la práctica investigadora. En los momentos primerizos de la escuela pidalina, Navarro Tomás se encargó del estudio de documentos alto aragoneses, de la misma manera que Castro y Onís se encargaron de los fueros leoneses. Tomás Navarro se encontró en aquellos documentos con una lenguna en su mayor parte desconocida. Para completar el entendimiento y estudio de ella, Navarro  hizo su primer viaje de dialectólogo: una excursión por el Alto Aragón, para ver qué relación había entre los viejos documentos y el habla viva de aquellas comarcas donde se escribieron -aparte de perseguir nuevos textos en los archivos de catedrales y monasterios-. Con esta primera expedición la suerte estaba echada. El joven filólogo de 23 años nos presenta ya la doble vertiente de su que hacer. Por un lado, los textos, con su aparato de variantes; por el otro, la lengua viva, con sus matices. Y a ambas vertientes se entregó, obediente el consejo de Menéndez Pidal: una escrupulosidad extraordinaria, una entrega sin vacilaciones. «En investigación -decía don Ramón-, como en cualquier aspecto de la vida, la disciplina ética es la base de todo; la probidad es antes que la capacidad.

Las meditaciones sobre los viejos documentos llevaron a Navarro a ingresar en el cuerpo de Archiveros, bibliotecarios y arqueólogos. Fue destinado a Ávila, donde permaneció muy poco tiempo. De allí pasó al Archivo Histórico Nacional. En el breve período abulense, hemos de colocar su edición de Las moradas, de Santa Teresa (1910).

Para los que llegamos a la vida de la investigación, acercarse al Centro de Estudios Históricos era realmente un privilegio. Nos llamaba poderosamente la atención el esfuerzo inaugural de los maestros y la cicatera limitación de los medios materiales con que se levantaba día a día, el imponente edificio de su labor, el cuidadoso tacto y tino con que se habían ido escogiendo e incorporando las sucesivas generaciones de maestros ya ilustres, y, sobre todo, nos imponía el aire de rígida sencillez con que se hacía las cosas. Nada de pedantería, pero también un casi absoluto destierro de las bromas o de la ironía. Seriedad ante todo, seriedad por ella misma. Desde mi generación, esto se veía, a veces, muy llamativamente. Mi generación era ya, aunque no tanto como las que han venido detrás, muy propensa al tuteo. En el Centro, el usted era inevitable. Colegas cercanos, muy cercanos, han seguido tratándose de usted siempre. Y siempre eran impecables en su vestir, en su porte exterior. ¿Cómo sería, dentro de este culto a la corrección externa vagamente institucionista, la excursión dialectal de 1911, de la que tanto he oído habla a alguno de sus componentes? En el verano de ese año, sin comodidades de alojamiento, con unos transportes también acomodados a esa época, con el respeto agobiante y siempre en vilo por la figura del maestro director, con la servidumbre por ciertas formas de vestir, don Ramón Menéndez Pidal se echó al campo acompañado de Tomás Navarro, Américo Castro, Federico de Onís y Martínez Burgos. El viaje es por Asturias, León, Zamora, Salamanca. Don Ramón quiere oír, sí, romances, pero quiere también comprobar algunos extremos que en su Dialecto leonés (1906) han quedado en el aire. Hoy al ver esos nombres unidos moviéndose por la tierra leonesa a la caza de formas populares de vida, de la intrahistoria, se entiende un poco más la profundidad de los afanes noventayochistas. Pero, quizás lo más destacable es que detrás de la expedición estaba la comezón despertada por el Atlas lingüístico de Francia, de J. Gillieron, cuyo último fascículo ya había llegado a España. Dicho de otro modo; se estaban poniendo las bases para el futuro, trabajado y nunca llegado a puerto, Atlas lingüístico de la Península Ibérica.

En esa excursión se vio claramente la necesidad de utilizar un instrumento, unas técnicas de análisis fonético que hiciesen válido para el estudio todo el material recogido, además de un rigor exquisito en la dirección y práctica de las encuestas y una adiestramiento en común de los colaboradores. Pero, muy especialmente, vieron la urgente exigencia de una preparación fonética. En ese viaje se fraguó la dedicación de Tomás Navarro a la ciencia fonética, en la que, en poco tiempo, habría de ser la autoridad indiscutible. Durante los años 1912 y 1913, Tomás Navarro recorrió los laboratorios de fonética más destacados en Europa. Navarro, un joven filólogo de 28 años, ya con algunas publicaciones a la espalda (ediciones de Santa Teresa, de Garcilaso, el Catálogo de los documentos de la sección del Clero, del Archivo Histórico Nacional, El perfecto de los verbos en -ar en  aragonés antiguo…), aprende fonética con Grammont y Millardet en Montpellier, con Viëtor y Wrede en Marburgo, con Sievers en Leipzig, con Panconcelli Calzia en Hamburgo. Aún alcanzó el laboratorio Rousselot en París, y pudo conocer la organización que Gauchat y Jud tenían en Zurich para la marcha del Glossaire des patois de la Suise romande. Y no fue sólo la ciencia fonética lo que Tomás Navarro acomodó a la investigación española en aquellos días. En su estancia en esos países se familiarizó con las revistas más destacadas de la especialidad, la Revue de dialectologie romane, la Zeitschrift für romanische Philologie. Del estudio de estas revistas, una vez vuelto a España Tomás ,  en 1914, muy poco antes de la Primera Guerra Mundial, se benefició extraordinariamente la Revista de Filología Española. Le oí decir a Navarro muchas veces que, una vez puesta en marcha la revista, la primera suscripción que llegó a la redacción fue la de Miguel de Unamuno. En torno a esa revista se fueron aglutinando las sucesivas generaciones que se incorporaron al Centro y sirvió de ejemplo a las demás secciones de la organización (arte, historia del Derecho, más tarde las lenguas clásicas). El primer núcleo de investigadores podía estar satisfecho de su labor. Para todos los que fueron llegando, Tomás Navarro fue maestro y guía.

Fruto principal de la dedicación de Navarro a la fonética fue su Manual de pronunciación española, cuya primera aparición data de 1918. Desde entonces, ese libro se ha venido reeditando o reimprimiendo copiosamente, y así sigue, a partir de la cuarta edición, la de 1932. Desde 1950 viene acompañado de un suplemento en que Navarro recogió lo que la sucesiva y más investigación iba poniendo en claro, especialmente la dialectal. Ese libro se convirtió rápidamente en el libro de cabecera de toda persona dedicada, por oficio o por devoción, al estudio de la lengua española. Fue traducido a varias lenguas, y en la  enseñanza de la lengua española cambió de signo, elevó su nivel científico y se orientó de modo uniforme y claro en todas partes, sin descuidar las variedades regionales, locales o de nivel social.

Sobre esa sólida base, universalmente reconocida, Tomás Navarro se dedicó a la investigación de la geografía fonética. Persiguió en el terreno (en gran parte como fruto o que hacer lateral a las encuestas del Atlas lingüístico de la Península) los hechos fonéticos diferenciales, estableciendo así isoglosas, fronteras, áreas de influencia cultural, histórica, social, etc., que eran las auténticas causantes de la división dialectal de la Península.  El atlas, obra magna en su tiempo, que aprovechaba hasta donde podía las experiencias de los existentes, quedó detenido casi en ademán, interrumpido por la guerra civil. Con esta obra, a pesar de sus innegables limitaciones, España pretendía acercarse al panorama de la brillante geografía lingüística europea. Si los avatares de toda índole que han impedido al Atlas peninsular salir a ganarse la vida a su debido tiempo y con uniformidad de método no son tenidos muy en cuenta, seremos injustos. Asombra que, en muchos extremos, las investigaciones posteriores, hechas con un gran despliegue de medios, vengan todavía a coincidir con muchas de las consecuencias ya expuestas por Navarro en los trabajos emanados del Atlas. Pero, repito, no olvidemos que por debajo del enorme hiato que existe entre la recolección de los materiales (no total, por añadidura) y su posible publicación, se remansa un enorme lago de sangre y desencanto, mucho más presente y digno de ser tenido en cuenta que las mudanzas de las teorías científicas o de las personales actitudes. Nuestro reconocimiento a Navarro y a sus colaboradores no debe ser jamás regateado.

No quisiera dar aquí un frío catálogo de las publicaciones de Tomás Navarro, páginas en las que tanto aprendimos y que tanto manejamos en esos años del estreno de vocaciones: Siete vocales españolas (1916), Cantidad de las vocales acentuadas e inacentuadas (1917), La metafonía vocálica (1923), Palabras sin acento (1925), Diferencias de duración entre las consonantes españolas (1918), la articulación de la «l» castellana (1917), Pronunciación guipuzcoana (1925)… y tantos más. Nos quejamos hoy de la lengua de la televisión y procuramos esgrimir argumentos que nos ayuden, argumentos que van desde la razón de una prosodia tolerable hasta el esfuerzo por mantener la unidad del español en su dilatado ámbito. Las mismas preguntas se hizo Navarro ante las situaciones planteadas por las primeras películas habladas, y así las expuso en El idioma español en el cine parlante (1932). ¡Queda decidido caminar, qué tensa maestría, adquirida paso a paso, sin descanso, desde El perfecto de los verbos en -ar en aragonés antiguo hasta La frontera del andaluz o el Análisis fonético del valenciano literario (1934)! Una larga teoría de trabajos que le dieron su bien ganado renombre de investigador, prestigio que fue reconocido por la Real Academia Española en 1935.

En su recepción, mayo adentro, Tomás Navarro leyó su Acento castellano, excelente acopio e interpretación de datos y opiniones sobre la entonación española. En sus observaciones se preludiaba ya otra faceta de su actividad, la que iba a encarrilarse, con frecuencia, a un andamiaje de validez artística. De ella son buen ejemplo el Manual de entonación (1944), su Fonología española (1945) o su sentimiento literario de la voz (1965). Una cita aparte merecen en esta enumeración los artículos dedicados a Pedro Ponce, Juan Pablo Bonet y Ramírez de Carrión, en torno al arte de enseñar a hablar a los mudos (1920, 1924). Navarro demostró que, aparte de su excepcional y avanzada tarea en la enseñanza, estos españoles del XVI y del XVII hicieron realmente fonética. Muy especialmente Juan Pablo Bonet, el hombre a quien Lope de Vega dedicó Jorge toledano y al que escribió una hermosa Epístola, incluida después en La Circe.


En el camino de nivelación con Europa que el Centro de Estudios Históricos había emprendido, nació el Archivo de la Palabra. Sus planes consideraban la acogida de las diferentes variedades del habla, la música y cancionero tradicionales, las manifestaciones artísticas de la lengua literaria y, finalmente, la voz de personalidades destacadas. Hoy, sin duda alguna, esto último, el registro de la voz, nos parece elemental, espontáneo. De tal manera se ha hecho usual, que hasta tenemos que defendernos de las grabaciones piratas. Pero en 1932 era muy distinto. Tenía un regusto de brujería, de misterio profundo. El estudiante de entonces, que, callado y casi pasmado, asistía a las grabaciones, tan imponentes y trascendentales, llegaba a participar de los innumerables temores de la persona que hablaba para el viento. Caso especialísimo fue el de Unamuno, que se negó en redondo a oírse. En su discurso, uno de aquellos discos frágiles, de muy corta duración, se oían perfectamente las vacilaciones que la emoción le producía, se perciben demasiado cercanas las quejas del cuadernillo estrujado una y otra vez, cuadernillo del que leyó. Unamuno no quiso oírse, no quiso percibir el, para él, congojoso sentimiento de escuchar su voz fuera de él, quizá después de él… Tomás Navarro contaba que tampoco Azorín quiso escucharse. Los demás que se grabaron (Juan Ramón, Menéndez Pidal, Cossío, Baroja, Valle Inclán, Cajal…), aseguraban, acordes, que su voz no era así, pero reconocían la de los demás…

Cuando, años después comenzaron a llegar los frutos del trabajo en el destierro, Navarro acude puntual a la cita. Los problemas son los de siempre (lo que estudia, quiero decir), pero la visión general se ha ido redondeando, orillándose de nostalgia, de imprecisión, de lejanía. Ahí están su revisión del habla criolla de Curacao (1953) o su mirada al hablar dominicano (1956). Una cita especial hay que dedicar al Cuestionario lingüístico hispanoamericano (1945), que, publicado en Buenos Aires, ha sido la guía irreemplazable de toda la dialectología hispanoamericana posterior. En mi quehacer dedialectólogo, ¡cuántas veces ha habido que arrancar de la mano de Navarro! Cuando al comenzar mis primeros pinitos en el oficio estudié el habla de Mérida y me tropecé con el rehilamiento y con las diversas realizaciones de las aspiradas y las implosivas, ¿es que no tenía que acudir a Navarro una vez y otra?. Cuando años después, en colaboración con otro gran maestro, Dámaso Alonso, estudiamos el desdoblamiento vocálico en la Andalucía oriental, ¿no tuvimos que buscar y mirar cuidadosamente las notas que Navarro publicó en Praga, en 1939, en el Homenaje a Trubetzkoy?. No insistiré sobre lo que ha supuesto para los estudios de dialectología hispanoamericana El español de Puerto Rico. La base de este libro estaba muchos años atrás (1927-28), con motivo de un curso en la isla. Fue entonces al acarreo de los materiales. A veces pienso que el impulso que llevó a Navarro a publicar un libro que corría el riesgo de nacer viejo (1948), no fue otra cosa que la nostalgia de la tierra peninsular, la perdida, que él veía o creía ver renaciente en cada variante fonética, en los ángulos del paisaje, en los dialectalismos o en los arcaismos, en las horas de silencio sobre los mapas. Ese trasfondo es el mismo que ha llevado a tantos, cada cual según sus inalienables apreciaciones, a elaborar nuevas interpretaciones de la realidad española, nuevas aportaciones al común tesoro, nuestra lengua. Es el inaplazable hundirse de Pedro Salinas en Puerto Rico para poder seguir oyendo español y poder así escribir, o las situaciones parecidas de Juan Ramón, o los plurales caminos que han llevado a Américo Castro a La realidad histórica de España. Es el fruto del destierro, donde la patria se hace celeste, como Dante sostenía, el destierro y los caminos ocultos de sus jugarretas.

El destierro de Tomás Navarro ha sido el más largo, el más cumplido de toda la pequeña historia del último destierro masivo. Desde un punto de vista puramente externo, su exilio empieza en los últimos días de enero de 1939, cuando, conquistada Barcelona por el ejército nacionalista, las instituciones gubernativas republicanas inician su marcha hacia la frontera francesa. En esos momentos, Tomás navarro, me parece, desempeña un puesto próximo al de Director general de Archivos y bibliotecas. Pero, en realidad, para Navarro el éxodo ha comenzado casi tres años. Ha comenzado el día en que, también por disposición dictada por la coyuntura militar, el gobierno republicano ordenó la evacuación de los intelectuales que quedaban en Madrid. El Centro de Estudios Históricos, como era de esperar, figuraba en la vanguardia de la expedición. Debió de ser, si mi memoria no me engaña (y solamente ante la circunstancia concreta de  estas páginas lo intento recordar) en los días iniciales de noviembre de 1936, ya que los primeros bombardeos de la artillería blanca cayendo sobre Madrid. Me despido de Navarro, quien, por el bailoteo circunstancial de los cargos, desempeña en ese instante la dirección de la Biblioteca nacional.

Estamos en la puerta del Centro, en Medinaceli, 4. Le acompaña esa tarde don Ramón Menéndez Pidal. La calle, las seis de la tarde más o menos, está vacía, una luz gris y estremecida rodeándola. La iglesia frontera, cerrada, convertida en algo ocasional, almacén, depósito de algo, cuartel, qué sé yo qué. No hay nada del bullicio ordinario de extranjeros y gentes variopintas en la esquena del hotel Palace, sustituido de sopetón por un angustioso alboroto de ambulancias: se está convirtiendo el lujoso hotel en hospital de sangre. Nuestra despedida es cortés, rápida. No se sabe de qué hablar. Tampoco sale de los labios un «Hasta mañana», un «Hasta cuando fuere». El tiempo no cuenta en tales circunstancias. En ese minuto preciso de la tarde novembrina, todos estamos absolutamente igualados por la locura envolvente: un pasmo infinito en la mirada, una inmensa pena en el corazón. Cómo decir entonces «Hasta mañana», si la mañana es una atenazante duda, un penetrante escalofrío. Detrás dela puerta de Minaceli, 4, no podíamos calcularlo bien al decirnos adiós, se quedaba guillotinado un período excepcional y fecundo de nuestra historia científica. Lo que hasta ese día había sido una arrogante afirmación se trocaba en una interrogación difusa. La subsiguiente aventura de los supervivientes no ha tenido otra meta que la de luchar contra la inseguridad y lograr salvar lo que en ciencia es fundamental: la continuidad.

Volví a ser a Navarro muchas veces, en la Barcelona desorbitada de la guerra. Estaba el Ministerio en la Plaza de la Bonanova, una casa alta, que parecía aún más alta por ser muy estrecha de fachada y estar rodeada de casas bajitas. Muchos nos preguntábamos qué demonios hacía aquel Ministerio en tan duros momentos, con la movilización general, el desbarajuste al máximo y la vida civil al mínimo. Pero algo hacía. Había sacado, por ejemplo, de Madrid, los trabajos en marcha (Navarro se encargó personalmente del Atlas en elaboración) y quizá hizo otras cosas que yo no sé y que quizá tampoco sabían muy bien qué eran los mismos que las estaban haciendo.

En la primavera de 1938, ya debe de ser Jefe del Gobierno Juan Negrín, la administración republicana quiere ir cambiando la cara de la retaguardia. Se recomiendan, gubernativamente, discretas costumbres burguesas. Se aconseja a las señoras de los directores generales de los altos mandos del ejército, de la política, etc., que hasta lleven sombrero a los actos oficiales. (¡Llevar sombrero, con las mudanzas de la moda en tres años de desdén y ausencia por sus normas! No les debió hacer mucha gracia aquella confesión de coquetería en la clandestinidad, con halos de naftalina).  Para el gobierno, se traba, diríamos hoy y no lo decíamos aún entonces, de ir creando una imagen. Una imagen que acerque algo la realidad revolucionaria y empobrecida a la realidad cómoda de algunos países que nos puedan mirar con recelos.  Los ojos de los soldados y de la espantada gente a pie de la retaguardia volvieron a ver, con un asombro indecible, entierros con cruz alzada por las encrucijadas de Barcelona. Había que demostrar que la libertad de cultos regía.  Los periódicos, las películas, hasta  cartelones por las calles gritaban las fotos oportunas, todo el mundo muy colocadito, serio y peripuesto. Me temo que ni siquiera el muerto, si es que lo había, creyera en tan forzada ortodoxia, pero… Pues bien, en esa orientación, en ese camino de manipulación sociológica, el Ministerio organizó, y aún me sigo asombrando de que saliera adelante, una temporada de ópera en el Liceo, marzo-abril de 1938. Se trajo una compañía francesa, ya que no hubo manera de rehacer una española, dispersas las gentes por los frentes, separados por las luchas políticas, el destierro, las depuraciones… Se cantó Sansón y Dalila, de Saint-Saens. En uno de los palcos del proscenio está Tomás Navarro. Le acompaña su colega en la Real Academia Española, Enrique Díez Canedo.

Hablamos en uno de los largos entreactos. Ya no puedo recordar, claro es, la conversación. Además, para qué. La voz de Navarro suena ya con una sutil orla desengañada. Sigue afirmando su fe en la victoria final, pero se percibe que sus palabras no se corresponden con su pensamiento, o que ese final a que alude no está en geografía alguna localizable. Sabe que la realidad va por otro lado, sospecha dolorosamente que toda aquella cáscara seudoburguesa alertada por el gobierno es totalmente inútil. El Tomás Navarro que escuché aquella noche en las salas del Liceo barcelonés no era el profesor, ni el maestro, ni el amigo. Era el símbolo de una generación maltratada y de una situación en la que nos vimos envueltos todos sin comerlo ni beberlo; una espectacular duda, una inseguridad inabarcable, que pretendía gritarse a sí misma una fe, una meta clara para ir tirando. La representación se acabó como Dios quiso. Hacia la mitad, poco más o menos, el apagón, las sirenas de alarma, el zumbido de los motores, las explosiones que bordan el teatro, la multitud que canta en pie, con frenesí, Els segadors… Probablemente, no hubo, de todo aquello, más verdad que el tremendo, el desolador canguelo de los cantantes franceses, a los que ni les iba ni les venía gran cosa en nuestras querellas.

Terminado el gran barullo, la vida vuelve. No hay quien la pare. Se obstina, por fortuna, en nacer cada mañana, pujante, violenta a veces, aunque sufra vergüenzas y persecuciones. Está  ahí. Las cosas van cambiando, en consecuencia. Hemos llegado a 1959. Dos de los antiguos discípulos de Tomás Navarro son ahora el matrimonio Zamora-Canellada, y este matrimonio ha seguido recibiendo de lejos el estímulo y el afecto del maestro. En los años americanos tuvimos frecuente y fuerte eco de su voz amistosa. En 1960 recalamos en Nueva Inglaterra, invitados por Darmouth College. Tomás Navarro se había jubilado ya en Columbia University, en Nueva York, y vivía en un lugar pequeño, casi campesino, Northampton, Massachusetts, donde su hija mayor, Joaquina, es directora del Departamento de español del Smith College. Su vida se ha ido reduciendo físicamente con los años, las enfermedades. Ha de hacer paseos reglamentados, trabajar de cuando en cuando de acuerdo con una dura disciplina. En fin, la tiranía médica. Son los días inaugurales de febrero cuando, desde el calor y las tolvaneras de Méjico, salimos a los diez bajo cero del aeropuerto de Nueva York. Desde luego, no creo que fuera en nuestro honor, pero el recibimiento fue a base de una extraordinaria tempestad de nieve que, como siempre en estos casos, sólo los más viejos del lugar recuerdan cosa parecida… Nuestro tren se paró, hubo que esperar gran parte de la noche en un pueblecito. Hasta nos quedó tiempo para ir al cine vecino de la estación; una película de filibusteros en el cálido Caribe, con sus inevitables tuertos de parche negro en el ojo inútil y múltiples tatuajes en los brazos y en el pecho, las patas de palo sonoras, los gritos de muerte contra los españoles dominadores, la noble dama castellana atiborrada de perlas, que se enamora de golpe y porrazo del capitán pirata… No le faltó ingrediente alguno…

Puede parecer inoperante que yo recuerde estas ingenuas menudencias de nuestra expedición por el hielo del este americano, pero lo hago para que se entienda bien lo que ahora viene. Nos metimos de nuevo en el tren, un tren que avanzaba cauteloso y despacito, por una inmensidad blanca, sin perfiles… Llegamos a la estación de Northampton a las seis y media de la mañana. Parece imposible que la nieve se decida a dejarnos bajar del tren. Y allí, en el andén, a aquella hora y con aquella temperatura, está Tomás Navarro esperándonos, acompañado de su hija. Don Tomás lleva boina, una gruesa bufanda debajo del cuello del abrigo y se apoya en un bastón que, nos dirá, alguien le ha traído de La Roda… No hace falta hablar. Hay, en ese instante preciso, a nuestro lado, un puente de más de veinte años de luz en su arco y una cercanía sin dimensiones. Mejor es no hablar de la intensidad del reencuentro…
Cuántas, cuántas cosas en la conversación, en el paseo sin descanso, en el añudamiento de tanto cabo suelto. Quería saberlo todo, enterarse de todo, revivirlo todo. Fue una incursión en la auténtica ciencia, la ciencia de vivir, con sus riesgos y sus triunfos. Y lo hizo sin perder la ecuanimidad, con un aire lejanamente ausente, bajo el que fluían calor y comprensión. Era la misma impasibilidad atenta que tenía en sus clases tempranas, las que tiene aún en la foto junto a Las Meninas, la que le rodeaba al salir a la Plaza de la Bonanova, en Barcelona, o halando por los pasillos del Liceo. Y sin perder el usted, el usted del Centro, que ya en 1960 no sé bien qué distancias marcaba.

Volvimos otra vez a verle a Northampton, esta vez en verano. Enseñábamos en Middlebury College, en Vermont, en la Frontera de Canadá. Un largo fin de semana bajamos de nuevo a Massachusetts a ver a Tomas Navarro. Don Tomas, estamos ya en 1966, no sale apenas. Hace algunos ejercicios metódicos. Manejar la segadora del jardín le hace mucho bien. Le hemos llevado un torito de Pedro Mercedes, el alfarero conquense. Don Tomás lo acaricia, lo mira y remira, lo coloca encima de un mueble, lo cambia de posición y vuelve a mirarlo. Ha recibido hace poco un ejemplar del primer tomo (y único) del ALPI, lo que le sirve para recordar anécdotas de los colaboradores, los rasgos peculiares de cada uno; no dice nada sobre la tímida y casi compromisaria aparición de su nombre en los  preliminares del tomo. Desde aquel verano de 1966 no le hemos vuelto a ver. Sus cartas han seguido llegando, cada vez más temblona la letra, casi ilegible en ocasiones, más escueto el contenido, cartas con el saludo de la cruz, el abrazo de la fecha. A principios del último verano nos escribió Joaquina, su hija, diciéndonos que ya le costaba coger una pluma, pero que le gustaba tanto recibir nuestra noticias… Durante varios años, desde la Secretaría de la Academia (la Academia, que dio la gran lección de conservar a los expatriados en su sitio), le he estado mandando comunicaciones, le he enviado las convocatorias a varios actos sabiendo de antemano que no iba a venir, le he recordado las votaciones inminentes, he tenido en ocasiones que completar su información sobre algún candidato ya muy joven para su larga ausencia…  Por un azar, he explicado dialectología en el mismo local donde Navarro daba sus lecciones de Fonética en la Ciudad Universitaria. Muchas vueltas ha dado el mundo desde entonces, y el camino hacia la radical soledad, ¿qué otra cosa es el vivir?, se ha ido aguzando. Pero todavía, a pesar de los altibajos, la voz de Navarro sirve de nexo entre mis comienzos y lo que pretendo comunicar a esas cabezas jóvenes que no le vieron nunca o que nunca oyeron su nombre -quizá por interés ajenos al auténtico trabajo científico-. Y ese nexo, entendámonos, ¿no se llama magisterio? Si, magisterio ejemplar, y también acendrado patriotismo.